“…Y las turbas que precedían y las que seguían, clamaban diciendo: ¡Hosanna al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor!”… (Mt 21, 9)
Antonio Fernández.- La gloriosa y jubilosa exaltación mesiánica “¡Bendito el que viene en nombre del Señor!”, conmovió al pueblo judío, que a los ocho días olvidó sus aclamaciones para seguir lo que el sanedrín le impuso.
El Evangelista da a conocer la irónica burla por la que disputarán a Pilatos el señalamiento que hace a Israel: “He aquí a vuestro Rey. Pero ellos se pusieron a gritar: ¡Muera! ¡Muera! ¡Crucifícalo!”
Dejan testimonio de su rechazo y negación a los siglos de su propio Mesías que habían esperado desde siglos; responden con mentira pues odiaban al César y al imperio romano que tiene sometido a Israel, los sacerdotes manifiestan lo contrario de la verdad: “¡Nosotros no tenemos otro rey que el César!”
Cuando la maldad tiene el propósito de obtener, todo es válido para el fin que busca, así mienta, acuse de lo contrario o calumnie, todo es justificado, la apuración era que Pilato lo condenara a muerte.
Cristo Nuestro Señor va a su paso hacia la redención y todo sucede como Dios lo ha previsto antes de los siglos, no como el ser humano que actúa cuando busca la venganza contra el prójimo. La entrada triunfal de Jesucristo Nuestro Señor a Jerusalén es la única ocasión en que el reconocimiento fluyó voluntariamente de labios del pueblo judío.
Cristo Nuestro Señor fue un día de su vida en este mundo aclamado como Hijo de Dios vivo, divinidad que reveló múltiples ocasiones en su peregrinar por el mundo: ser el Mesías anunciado por los profetas, escuchado, sí, pero no aceptado.
La razón por la que Cristo Nuestro Señor en tiempo de la Pascua Judía dejó que fuera aclamado por la muchedumbre: “¡Hosanna! Que significa ¡Ayúdanos! Es para mostrar a la humanidad cómo todo aquel que dice amarle también puede traicionarle, no es de dudar que en pocos se aprecia que la exclamación es júbilo y esperanza ir con el Señor a Jerusalén”.
Dice San Beda: “Jesús consciente en ser llamado Rey, pero no es para exigir impuestos, formar ejércitos ni luchar visiblemente contra sus enemigos, sino porque es el Rey de los corazones y quiere conducir al cielo a los que creen y esperan de Él y lo aman”.
Jesucristo Nuestro Señor ha sido, es y será en Él hasta la eternidad el primordial amor por las almas, para que éstas amándole sean fieles al deseo de la salvación eterna, pero es lamentable que una inmensa cantidad de personas, por no decir la mayoría, teniendo a su favor el amor de Jesucristo Nuestro Señor se mantienen alejadas de Él y hasta lo rehúyan.
San Agustín alude ser por los malos hábitos: “Que la misma costumbre no los deja ver lo mal que obran”. Ese mal trasciende la voluntad porque convierte en odio inexplicable del que no se comprende su causa, ni la razón de su incredulidad, no deja ver el error en que se ha caído y se da crédito a la tentación diabólica que cierra oídos, corazón y todo el ser a la misericordia de Dios Nuestro Señor.
En toda persona, por más mala que sea, existe la virtud de la verdad, por ella reconoce en Jesucristo Nuestro Señor a su Redentor el valor de salvación de su Pasión, crucifixión y muerte de Cruz.
Conoce que Cristo Nuestro Señor es amparo de su alma, por lo que el deber del cristiano católico es estar con Cristo Nuestro Señor el Domingo de Ramos, siendo partícipe de la esperanza de salvación y júbilo cuando fue por un día reconocida su divinidad de Hijo de Dios, teniendo presente nuestras debilidades y miseria humana que llevamos en nosotros mismos, cuando por conveniencia intentaron aclamarlo Rey.
Al escuchar del Evangelio sobre el pueblo que vino a salvar del pecado es movido por un impulso del mundo, no para replantear su vida espiritual en Jesucristo Nuestro Señor el camino de salvación, corresponder con fe viva no solo hoy sino toda nuestra existencia sea esperanza y júbilo, viviendo en el mañana de cada día la esperanza del pecador y sabiendo que se tiene que combatir la sentencia que rechaza su misericordia.
En el Señor es gozo escuchar las aclamaciones de las muchedumbres, no las rechaza, pero desearía brotaran del corazón como se escuchan sabiéndose que de verdad es aclamado, porque como Dios conoce que a los cinco días esas voces que hoy lo aclaman, serán voces de escarnio injusto contra su divinidad.
Por eso, como hijos de Dios, acerquemos nuestro corazón al suyo al decirle: “¡Señor! Me esforzaré para que mi disposición hacia ti no sea de palabra, sino de obra; que mis oraciones sean consuelo en tu agonía y veas en mí el fruto de tu redención, me esforzaré por ir a tu lado, no como la hemorroisa que se conformaba con tocar tus vestidos, sino tratando de aligerar la carga de la Cruz que llevas sobre tu divina espalda en ese caminar de tu Pasión Santísima, amador de las almas”.
¡Sí! ¡Aclamemos a Cristo Nuestro Señor en el cielo, en la tierra y en todo lugar! ¡Aclamemos a Cristo en nuestro corazón! ¡Aclamemos a Cristo en el prójimo, en el pecador arrepentido, en el desvalido, en el aborrecido y despreciado, el que está en agonía y los que morirán sin agonía!
¡Aclamemos a Cristo en el corazón de los niños! De los que sería un bien espiritual que imitemos su inocencia. ¡Aclamemos a Cristo y a María al pie de la Cruz! Cuando dirigiéndose a Ella dijo: “Mujer, he ahí tú hijo”.
¡Aclamemos a Cristo! Cuando antes de entregar su alma al Padre, ruega por nuestra salvación: “Señor perdónalos, porque no saben lo que hacen”. A pesar de que sabemos lo que hacemos y lo que no debemos hacer.
¡Aclamemos a Cristo! Cuando a la lanzada del soldado en su costado, vinieron las últimas gotas de sangre que en este prodigioso milagro da a entender: “¡Hijos míos! La sangre derramada en mi Pasión ha pagado por todos los pecados.
Entonces, arrepentidos y con humildad, disponer el alma, el corazón dócil y generoso, sumiso y manso, con devoción, fe y confianza en Dios suplicar recibir en la Eucaristía su cuerpo, sangre, alma y divinidad, cerrar los ojos, centrar los sentidos del alma en el Calvario, con Cristo Nuestro Señor en la resurrección, triunfante ascendiendo a los cielos, en intimidad con Dios aclamarlo: “¡Bendito el que viene en nombre del Señor!”
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