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El cisma

Padre Eduardo Hayen.- En la Iglesia hay un cisma no formal, pero real, desde hace varias décadas. Desde que en 1968 el Papa San Pablo VI publicó su encíclica Humanae Vitae se abrió una brecha entre la conciencia de los fieles católicos y el Magisterio de la Iglesia, brecha que se ha ido haciendo más espaciosa, en la medida en que han avanzado las consecuencias de la “revolución sexual” iniciada en aquella década. La rotura comenzó con el rechazo del uso de anticonceptivos por parte del Magisterio y el rechazo a esta enseñanza del Magisterio por muchos fieles católicos.

Habiéndose quebrado la unidad objetiva e inseparable del acto conyugal en la conciencia de los laicos –en sus aspectos unitivo y procreativo– la sexualidad quedó desvinculada de la transmisión de la vida y del amor conyugal, para convertirse en un contenedor vacío y abierto a todo tipo de experiencias y fines subjetivos.

La grieta se fue haciendo cada vez más grande entre las enseñanzas de la Madre Iglesia y la manera en que los católicos ejercían su sexualidad. El sexo se practicó antes y fuera del matrimonio; con las técnicas de reproducción asistida el acto sexual se hizo innecesario para traer hijos al mundo; pero luego, con la ideología de género, quedó desvinculado el ejercicio de la sexualidad de la naturaleza humana. Finalmente, la moda transgénero quebrantó la identidad de la persona con su naturaleza biológica.

Mientras que la sociedad ha tomado este camino descendente, con repercusiones graves para las personas, las familias y millones de vidas humanas que se han perdido por la práctica del aborto –consecuencia más trágica de este proceso–, en el campo de la moral sexual católica se han encendido nuevas luces y esperanzas; se ha llegado a nuevas profundidades de comprensión de la doctrina del Magisterio, sobre todo con la teología del cuerpo de San Juan Pablo II y otras aportaciones; la ciencia ha hecho posible el desarrollo de nuevos métodos naturales para regular la fertilidad; se han hecho nuevos estudios psicológicos sobre la homosexualidad, la disforia de género, la pornografía y nuevas reflexiones espirituales para su tratamiento. Podemos decir que Dios en su Providencia nos facilita vivir las enseñanzas morales de la Iglesia.

Una buena parte de los católicos se esfuerza en seguir este camino que nos traza el Magisterio, porque sabemos que se trata de la verdad que viene de Jesucristo: “El que los escucha a ustedes, me escucha a mí –dijo el Señor a sus discípulos–; el que los rechaza a ustedes, me rechaza a mí; y el que me rechaza, rechaza a aquel que me envió” (Lc 10,16). Es, además, la realización de la promesa de Jesús: “Todavía tengo muchas cosas que decirles, pero ustedes no las pueden comprender ahora. Cuando venga el Espíritu de la Verdad, él los introducirá en toda la verdad” (Jn 16,12-13).

Por el contrario, otra parte de la Iglesia ha sido seducida por el espíritu del mundo y busca vivir bajo una nueva moral de la sexualidad y de la vida. De ello, el Sínodo de Alemania es la muestra más clara. Obispos, sacerdotes, teólogos, religiosos y laicos de aquel país piden la apertura de la Iglesia a las relaciones sexuales fuera del matrimonio, a los divorciados vueltos a casar, a la aceptación de prácticas homosexuales, a la adopción de niños por parejas del mismo sexo, a la ordenación sacerdotal de mujeres, incluso al aborto y la eutanasia. Ellos afirman que no obedecerán al Papa y pondrán por obra todas estas prácticas.

Sin embargo, esta actitud cismática no es únicamente de los alemanes. Los resultados de las asambleas sinodales de algunas diócesis que se han dado a conocer expresan la misma actitud de rebeldía contra la autoridad de Roma. En España, diócesis como Barcelona y Zaragoza han llegado a conclusiones y peticiones muy en sintonía con lo que reclama el sínodo alemán. Se preguntaba el padre Santiago Martín: “¿Y si Roma no se los concede, qué va a suceder? ¿Y si se los concede? ¿Será posible mantener la unidad de la Iglesia? ¿Existe esa unidad?”

No vayamos tan lejos. Mientras que en Estados Unidos el padre jesuita James Martin se ha convertido en defensor del estilo de vida gay, en México se ha formado la Red Arcoíris, integrada por católicos LGBTQ que piden ser escuchados y acompañados por la Iglesia en un camino espiritual. Fue el obispo emérito del Saltillo, monseñor Raúl Vera, quien inició un diálogo con ellos.

A través de las redes sociales he podido ver sus encuentros en los que algunos sacerdotes los acompañan, pero nunca he escuchado que les exhorten sobre la necesidad de abandonar el pecado de las prácticas homosexuales para vivir en castidad. Si este diálogo no se hace con la clara enseñanza moral de la Iglesia y la promoción de la virtud de la castidad, sentarse a la mesa con ellos será como recibir en la Iglesia a un caballo de Troya que podría abrir aún más la brecha cismática entre los progresistas y los católicos fieles a la enseñanza de Cristo. Lo que ocurre en Alemania podría ocurrir también en América Latina.

El cisma está en marcha, sin duda, y hay que orar para detenerlo. Como católicos Dios nos llama a cerrar la brecha obedeciendo al Magisterio de la Iglesia y no a los dictámenes del relativismo y de la moda secular. La verdadera unidad de la Iglesia no se construye aceptando el espíritu del mundo que Jesús condenó –pues dejaríamos de ser sal de la tierra–, sino en un camino de conversión permanente y en la fidelidad a la Verdad revelada.

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