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Trinidad y futuro de México

Padre Eduardo Hayen.- El domingo 2 de junio los mexicanos vamos a la urnas. Si queremos un buen futuro para México, no dejemos de contemplar a la Santísima Trinidad, solemnidad que hoy celebra la Iglesia. El apego a Dios en nuestras raíces católicas es necesario para forjar una Patria con un futuro promisorio, ya que el Evangelio es lo único que puede contribuir al auténtico progreso de los pueblos. Como Moisés subió al monte para contemplar al Señor y recibir las indicaciones fundamentales para ordenar la vida del pueblo elegido –las Tablas de la Ley– así los creyentes en Cristo encontramos en la Ley del Señor la guía para dirigir a nuestro país por caminos de paz, justicia y libertad.

Cuando nuestra fe católica está activa, descubrimos que Dios nos muestra su rostro y en la contemplación del rostro del Padre, nosotros nos descubrimos como hermanos. Nuestra vida, por lo tanto, está llamada a realizarse en el diálogo con Él y con los demás. Jesús nos enseñó que los seres humanos somos esencialmente “hijos” de un mismo Padre y que hacemos visible ese amor divino en la relación con los hermanos.

Cuando la fe católica se apaga y nos apartamos del Señor, se secan nuestras raíces y, en el esfuerzo de construir el progreso de la nación, sólo damos palos de ciego. “Por sus frutos los conoceréis” –dijo el Señor– todo árbol bueno produce frutos buenos y todo árbol malo produce frutos malos” (Mt 7,16-17).

Hace unos días, uno de los periódicos más influyentes del mundo –The Financial Times– señaló en sus páginas que los últimos años han sido los mejores para el auge del narcotráfico en México. Incluso, han señalado que una tercera parte de nuestro país está controlada por grupos delictivos. Es una realidad que la cifra de desaparecidos y asesinatos en México supera las cifras de años anteriores. Ante esas realidades tan crudas, los católicos nos descubrimos a muchos kilómetros de asemejarnos a la comunión trinitaria y más cerca de la anarquía.

El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo tienen, en la tierra, su imagen más elocuente y luminosa en la Familia, compuesta de padre, de madre y abierta a la procreación y educación de los hijos. ¿Se asemejan nuestras familias a esa comunión de amor y de vida que existe entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo? Realmente no. Por el alto número de divorcios, por la creciente caída del índice de personas que contraen matrimonio, así como por el aumento del consumo de drogas entre los jóvenes, vemos que nuestro país se aleja cada vez más del modelo divino.

Y la educación actual, ¿contribuye a que los hijos vivan en armonía con sus padres, con su sexualidad de hombre y mujer, les ayuda a ser personas virtuosas?, ¿o es un modelo que confronta a los hijos con sus padres, que les empuja a vivir en la exigencia de sus derechos, a liberalizar su sexualidad hasta alterar su misma identidad de varón y de mujer? El rumbo que ha tomado hoy la educación, sin duda, se aleja más de la belleza y la armonía que contemplamos en las tres divinas Personas.

Estas difíciles realidades sociales y familiares no son para desanimarnos, sino para alentarnos a no bajar la guardia ni darnos por vencidos. Nuestra misión como católicos es hacer que la vida social sea cada vez más espejo de la Trinidad y a vivir en una sociedad ordenada, justa, solidaria que practique la caridad, y así construir la paz. Jamás perdamos de vista la luz del modelo divino; de lo contrario nos quedamos en tinieblas y nos perdemos. ¿Qué fuerza política puede lograr que más se respete la vida, la familia y el derecho de los padres a educar a sus hijos según los valores del Evangelio, que son valores innegociables para los católicos? Cada uno decídalo y expréselo el 2 de junio.

El próximo domingo 2 de junio tendremos la oportunidad única de decidir la dirección que debe tomar el país. ¡Participemos todos! Pidamos al Señor que nos conceda su gracia, su luz y su sabiduría para poder votar con responsabilidad. Ningún católico se quede sin votar, en conciencia, por la opción política que más nos acerque, o que menos nos aleje, de la comunión perfecta de la Santísima Trinidad que contempla nuestra fe.