“No había terminado de hablar cuando una nube luminosa vino a cubrirlos y una voz se hizo oír desde la nube que dijo: Este es mi Hijo el Amado, en quien me complazco; escuchadlo a Él”. (Mt. 17, 5)
Antonio Fernández.- Lo que nos revelan los latidos del divino corazón de Cristo Nuestro Señor: “No se turbe vuestro corazón: creed en Dios, creed también en Mí”. Es de todos conocido que en su paso por el mundo tuvo una sola razón: salvar a las almas del pecado por la fe, esperanza y caridad.
A este deseo vienen unidos infinidad de bienes, gracias y dones, mismos que están depositados en el interior de cada uno de los que vamos pasando por este mundo, ganar la dignidad de la promesa de salvación que quien lo desee puede obtenerla.
Toda promesa en el mundo lleva un compromiso. A un estudiante le dice la Universidad, si estudias y pasas las materias, tendrás tu título; a un empleado se le ofrece trabajo con una serie de condiciones a cumplir y por ello recibirá su sueldo; el padre de familia promete viaje de vacaciones, con la condición de que los hijos mejoren las calificaciones y cumplan sus obligaciones.
El campesino prepara la tierra para la siembra e invierte en fertilizantes y pesticidas, mano de obra y semilla como los medios esenciales para que sea fructífero lo sembrado. Observemos que hubo una promesa en la que todos tienen un común denominador: confianza en que lo prometido por su esfuerzo se obtendrá.
Así será en los que confiaron en la institución educativa, en la empresa, en los padres y en los productos para el campo, se hizo con la confianza que ilusiona y da esperanza, correspondiendo con su entrega los diferentes protagonistas que se disponen a dar su capacidad e inteligencia, sabiduría e ingenio y esfuerzo para obtener y no perder. Innegable que se tendrá lo que se quiere y así es en todos los campos de la vida humana.
Cosa muy distinta cuando de la salvación del alma se trata. Tenemos un ejemplo: Hay un cable llamado de frenado de acero muy poderoso instalado en los portaaviones, sirve para desacelerar los aviones que aterrizan a velocidad, éstos llevan un gancho que se llama de parada que enganchado al cable detiene el avión. Es de imaginar la fuerza de ese cable que controla un frenado de alta velocidad.
Pues bien, vamos al corazón del pecador. Vive el interior del alma a una velocidad de pecado que por su intranquilidad continuamente está maquinando una mala acción creyendo que no hay freno o detente que pare esa vorágine, no hay gancho que contenga la vida pecadora porque requiere un cable más potente y un gancho de parada firme y eficaz.
La diferencia es que si el pecador quiere puede detenerse por sí mismo cuando de verdad quiere y desea someter su actitud obstinada y recalcitrante con una sencilla decisión: esto es al cable de Dios Nuestro Señor al arrepentirse de corazón, arrepentirse con sinceridad.
Arrepentirse teniendo presente que no puede ni podrá engañar a Dios, cuando con fe y confianza en Cristo Nuestro Señor dé prioridad a su salvación y entender que de seguir involucrado en las inclinaciones que ha vivido, pierde el tiempo de vida continuando en el pecado.
No es exageración exponerlo, bien sabemos que al pensar o querer hacer el bien al prójimo es porque Dios lo pide, pero la duda y la pereza inducen a la justificación injustificable, a mirar todo bien por hacer con desconfianza y disimulo ese miserable cable que engancha la voluntad a frenar el camino que lleva al Señor.
Ese cable debe ser vencido, de otra forma nada se dará para su salvación y la aceleración no se detendrá porque se eluden los bienes que vienen de Dios, porque desespera la oración, asistir a la Santa Misa que es cumplir como católico la obligación a la que estamos obligados y negarse a recibir a Cristo Nuestro Señor en la Eucaristía.
Gracias demos a Nuestro Señor por estar enganchados al cable de su misericordia y también demos gracias a ese gancho divino que es el corazón misericordioso de Jesucristo Nuestro Señor y al Inmaculado corazón de María.
Porque Dios no obliga a estar enganchado, pero en conciencia sabemos que debemos permanecer enganchados a ellos, pero en realidad es aceptar cumplir como hijos nuestro deber para con Dios con los mandamientos de la Ley de Dios y de Nuestra Santa Madre Iglesia. Es entender en ellos la palabra del Señor: “Levántate y no temas”.
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