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Después de las marchas pro vida

Padre Eduardo Hayen.- Se calcula que alrededor de un millón de mexicanos participaron en las marchas pro vida del domingo 3 de octubre. Más de 200 mil en la Ciudad de México y 150 mil en Guadalajara. Esta movilización tendría que haber atraído la atención de los medios de comunicación, pero no fue así.

Los grandes diarios y noticieros prefirieron guardar silencio y no dar importancia a un evento que, a todas luces, la tiene. Los silencios no son solo privación de la palabra sino la expresión de una forma de ser.

Nos quedan claras, al menos, cinco cosas. Primero, México se manifestó clamorosamente pro vida. No existe un evento callejero en nuestro país y en otras partes del mundo que reúna a tan grande cantidad de personas como lo hacen las marchas pro vida. La gente está harta de ver el derrumbamiento de su sistema de valores y de cómo las decisiones de unos cuantos ponen en jaque la estabilidad de la nación.

Después de la decisión fanática de la SCJN para despenalizar el aborto y violentar la libertad de conciencia, la ciudadanía con sentido común quiere proteger el respeto a la vida no nacida y a la familia natural porque es fundamental para el futuro de nuestra especie.

Segundo, estas marchas se caracterizan por el respeto, el entusiasmo y la alegría; si las contrastamos con las marchas feministas y de ideología de género, envueltas en toda clase de libertinaje, rabia, vandalismo y violencia, nos damos cuenta de cuál es la causa donde está la verdad, la libertad, el bien y el sentido común.

Tercero, por su cobertura sesgada y manipulada sobre las cifras de participación, el grueso de los medios de comunicación son liberales, lejanos del servicio a la verdad y doblegados al poder y a los oscuros intereses del pequeño club de millonarios y organizaciones que quieren dirigir el mundo. Algunos de los medios minimizaron las cifras de asistentes a un máximo de diez mil personas.

Les molesta la apabullante multitud en estos eventos a favor de la familia porque chocan con sus puntos de vista progresistas. En este ambiente periodístico los pro vida somos vistos como gente retrógrada y fanática cuando, en realidad, los actos más fanáticos y bárbaros son la matanza de inocentes.

Cuarto, nuestros gobernantes mexicanos, en su obediencia a las políticas de organizaciones internacionales, se empeñan en llevar al país hacia un abismo económico y demográfico. China empieza a restringir el aborto; ha echado números y se ha dado cuenta de que, si quiere ser la primera potencia mundial, debe mantener una tasa de población creciente.

Sabemos que es erróneo que los chinos limiten el aborto principalmente por razones de su futuro económico y no lo hagan por motivos morales, que son los más importantes. Sin embargo, algo hemos de aprender de ellos: un futuro próspero para un país se construye con gente que nazca. Mientras tanto nosotros nos empeñamos en oscurecer nuestro porvenir con la estupidez del aborto legal.

Quinto, en Ciudad Juárez nos unimos evangélicos y católicos en un frente común para defender la vida, la mujer y la familia. Nuestra manifestación fue una experiencia de profunda satisfacción y alegría que nos hizo romper prejuicios para abrazarnos en la custodia de nuestros valores comunes.

Aquel principio de “divide y vencerás”, en que creyeron algunos gobernantes de México para debilitar la fe católica con la presencia de grupos evangélicos en el país, puede desaparecer. Quienes defendemos la vida humana hemos de unirnos, sin importar las diferencias en el Credo, para custodiar los intereses de las mujeres y familias.

Después de las marchas pro vida no podremos bajar la guardia en medio de esta conjura contra la vida perpetrada desde las élites del poder. Lejos de cejar, hemos de machacar a nuestros legisladores para que tengamos políticas públicas que salven las dos vidas: la del niño y la de su mamá.

Y mientras que muchos políticos se empeñan en desorganizar a nuestro pueblo y en deshacer a la sociedad con leyes antinaturales –decía el obispo Torras y Bages–, nos corresponde a nosotros, católicos y cristianos, seguir con el trabajo difícil de recoger los fragmentos que ellos van dejando, para unir las partes y restaurar el edificio.

Es la Iglesia la eterna restauradora de la vida social por la impresión del espíritu sobrenatural que cura a los individuos; los ata entre sí y vivifica el conjunto con la caridad, único vínculo social verdadero, contrapuesto al egoísmo del estado salvaje.

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