Alejandro Cortés González-Báez.- Tener hijos es uno de esos asuntos que no requiere de ninguna preparación formal; pero ser un auténtico padre de familia exige el ejercicio de decenas de virtudes dentro de un esquema claro de valores y una adecuada preparación pedagógica. Es decir, entre tener hijos y ser un buen padre, existe una diferencia tan grande como la que encontramos entre un charco y el agua pura.
No cabe duda que representar una obra de teatro en un escenario improvisado, mientras se escucha el ruido de la calle y ante un público de gente ruda, implica un reto que solo los grandes actores pueden superar.
Pues algo parecido les sucede a muchos padres de familia quienes, a pesar de sus buenas intenciones y de sus esfuerzos, no pocas veces se sienten desbordados por una serie de influencias ajenas al hogar, contra las cuales deberán luchar en el proceso educativo de los hijos.
Hasta hace algunos años la televisión, por poner un ejemplo, solía cuidar la moralidad de sus programas. Hoy, en cambio, pareciera existir una competencia entre las televisoras para sacar al aire los temas más inmorales posibles. Antes, los cuentos infantiles tenían la finalidad pedagógica de enseñar a los pequeños el encanto de los valores. En la actualidad muchas caricaturas y las teleseries infantiles solamente buscan entretener a su público al margen de toda valoración moral, y cuando los hijos crecen entran en contacto con otros medios de diversión y amistades que pueden estar muy lejos de los criterios familiares, en lo que todos conocíamos como buenas costumbres.
Otro factor, de no poca importancia, es la necesidad que tienen muchas parejas de trabajar para sostener a la familia, con todo lo que esto supone de ausencia del hogar, así como las tensiones por motivos económicos y, por si fuera poco, el olvido de Dios. Como se ve, son muchos los factores que contribuyen en el deterioro de las figuras paterna y materna, así como su influencia negativa en el desempeño de sus papeles como esposos.
Sin embargo, no debemos perder de vista que en las guerras hay que aprender a funcionar con lo que hay: lo bueno y lo malo. Lo que no se vale es la traición, ni la cobardía que nos lleve a desertar, ni una actitud de indiferencia.
La labor educativa en el hogar necesariamente es de tipo artesanal. Los moldes, protocolos y programas generales no suelen dar buenos resultados. Hay que trabajar a cada hijo de forma individual, conociéndolos, amándolos, animándolos, corrigiéndolos hasta que aprendan que la vida consiste en servir a los demás hasta hacerlos felices, pero con la exigencia necesaria, para ayudarlos a ser cada día un poco mejores.