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Y a Dios lo que es de Dios

Alejandro Cortés González.- Como estamos viviendo una realidad a la que no estábamos acostumbrados, es lógico que sintamos añoranzas por el estilo de vida que teníamos. Ahora se nos exige una nueva actitud de protección en el tema de la salud, tanto personal como familiar, y una sana preocupación por la protección social, especialmente la referente al personal sanitario.

Tal parece que en las conversaciones de todos es imposible no hacer mención a temas que se refieren a los contagios del Covid. Nunca tanta gente había hablado tanto de una enfermedad desde la época de la Fiebre Española, allá por el año 1918, que cobró la vida de entre 20 y 40 millones de personas.

Resulta necesario y laudable que las autoridades civiles hagan uso de su potestad para conseguir un cierto control en los niveles de contagios. Como es lógico, no todas las decisiones de quienes tienen esa responsabilidad son acertadas, puesto que estamos ante una realidad desconocida y llena de sorpresas.

Dice el refrán que “al que se quema con leche, hasta el jocoque le sopla”. Por eso es comprensible que dichas autoridades cometan errores, indudablemente movidos por una buena intención.

Sería comprensible que los gobernantes civiles determinaran el cierre de los templos “si éstos fueran” lugares de alto riesgo en la transmisión de la pandemia. Y digo entre comillas, “si fueran”, pues dadas las lógicas y prudentes medidas de precaución que se han estado viviendo con todo rigor, dichos peligros son prácticamente inexistentes. Difícilmente se pueden encontrar en otros ámbitos tantas medidas de cuidado como los sacerdotes —ayudados por fieles encargados del cuidado de las medidas higiénicas— se han propuesto vivir y exigir en las ceremonias litúrgicas.

En ningún hospital, transporte público, comercio, restaurante, sucursal bancaria, han podido proteger mejor a sus clientes como se ha hecho en las iglesias católicas de la arquidiócesis de Chihuahua. De ello soy testigo.

Así como sería absurdo que las autoridades eclesiásticas les indiquen a las civiles lo que hacer, o no, en los ámbitos que les son propios y exclusivos. Al Estado, en su caso, le compete establecer los aforos que prudentemente convenga respetar.

Partiendo del principio de la separación entre Iglesia y Estado —que nunca deberá entenderse como confrontación— estamos de acuerdo en que no debe haber injerencia directa en las realidades propias de cada institución.

Resulta un serio abuso que las autoridades civiles pretendan negar la recepción de determinados sacramentos en un ámbito que no les corresponde, es decir: litúrgico sacramental, prohibiendo la celebración de Misas, Bautizos y Bodas, cuando también en estos casos, se esmeran las medidas de precaución disminuyendo los peligros al máximo.

No perdamos de vista que los ciudadanos, no solamente tienen derecho de creer, sino también de profesar su fe, y de recibir la gracia que a través de los sacramentos sólo la Iglesia les puede dar.

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