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Soy un número

Alejandro Cortés González-Báez.- Para mis padres cuando vivían, yo era su tercer hijo, “Alejandro”, para mis maestros y compañero yo era: Cortés; desde hace muchos años para muchas personas soy el padre Alejandro, para los que circulan detrás de mí en el tráfico soy el del carro blanco, para las estadísticas oficiales soy una unidad más dentro de diversas cantidades. O sea que a pesar de ser el mismo, no valgo igual para unos que para otros. Por cierto, desde aquí me disculpo con el conductor del carro azul al que estorbé imprudentemente ayer en el tráfico cuando nos incorporamos a la Avenida de la Cantera. No sé quién es, pero si ustedes lo saben díganle que le pido perdón.

Ahora bien, el asunto de los números es interesante como lo menciona Gustave Thibón en su libro: “El equilibrio y la armonía”. Hablando de lo que llama el misterio del número dice, que, por desgracia también tiene su lado negativo: El anonimato unido a la multitud, la disolución del individuo en la muchedumbre, la originalidad velada por el parecido. En la civilización moderna es este segundo aspecto el que predomina cada vez más. Ya se trate de la galopante demografía, de las concentraciones urbanas con sus masas indiferenciadas, manipuladas por los medios de comunicación, del crecimiento de la producción y del consumo, de la acumulación y del derroche; contemplamos, por lo tanto, una devaluación de la calidad superada por la cantidad, estamos lanzados en una carrera sin freno en la que lo “más” sustituye a “lo mejor”.

Partiendo de esta enseñanza sufrimos —muchas veces sin darnos cuenta— de un proceso despersonalizante, que se manifiesta, por ejemplo, en la falta de interés por conocer los nombres, trabajos e ilusiones de nuestros vecinos quienes simplemente son unos desconocidos, como nosotros lo somos para ellos.

Pienso que este asunto es mucho más delicado de lo que podría parecer a simple vista; dejamos de ser personas para convertirnos en partes de una realidad cosificada; corriendo el peligro de terminar formando parte de una manada, en la cual cada uno de sus componentes es incapaz de valorar la maravilla que implica cada ser humano, con el que se abre una enorme cantidad de posibilidades para enriquecernos unos a otros.

Con gran sabiduría el Papa Benedicto XVI nos hablaba de la “dictadura del relativismo”, por la cual la opinión de algunos grupos sociales, impone criterios de conducta muchas veces antinaturales, sin querer darse cuenta que, entre otras consecuencias, los derechos humanos no pueden tener un fundamento sólido.

Si a esto le añadimos unos criterios generalizados de subjetivismo moral en el que se escudan muchos para no tener que respetar las buenas formas de conducta a las que después de siglos tantas culturas en todo el mundo habían podido llegar, y que nos han permitido establecer acuerdos basados en el respeto y donde se reconoce lo bueno como bueno, rechazando lo malo como malo. Y todo ello con repercusiones en una convivencia protegida por las leyes encaminadas a procurar el bien común.


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