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Pudor; virtud olvidada

Alejandro Cortés González-Báez.- Pienso que la exageración en los temas políticos está produciendo un abandono hacia los niveles interiores del individuo. Algo parecido a lo que le sucedería a quien se pasara el día entero asomado a la ventana, desatendiendo su propia casa. 

Uno de los aspectos que más se han resentido entre los valores personales es el pudor. Pienso que conviene recordar que el pudor es la virtud que protege nuestra intimidad tanto en el cuerpo como en el alma. 

Es evidente que los malos hábitos —vicios— nunca andan solos. Así, por ejemplo, la vanidad, en cuanto afán de lucimiento, invita al exhibicionismo. Esto lo encontramos tanto en las playas, clubs deportivos y gimnasios, como dentro de los templos especialmente en las celebraciones de bodas, quinceañeras y graduaciones. 

Cada vez son más los hombres y las mujeres que se afanan en conseguir y presumir un cuerpo que va más allá de lo que la naturaleza les ha concedido y así, con medios que superan lo recomendable y sano, aumentan y disminuyen sus anatomías como los niños que hacen monigotes de plastilina. 

Cirugías, implantes, hormonas, que refuerzan las muchas, muchas, horas de ejercicio, son como las varitas mágicas que trasforman a un Pancho y a una Matilde ordinarios en El Príncipe Azul y en Blancanieves. Pero… ¡Ah dolor! con frecuencia tan vacíos por dentro como llenitos por fuera.

Y luego, cuando pasan los años, se quejan de que esos hermosos cuerpos perdieron su inigualable belleza y de otras cosas también como que nadie les enseñó a ser buenos padres y buenos esposos. 

Hay quienes fundan sus ilusiones en poder ir a la playa para presumir lo que con tanto esfuerzo han conseguido. La diosa vanidad reclama el culto que se le debe en aquellas figuras dignas de los mejores aparadores, y no digamos de las más variadas redes sociales. Fotos, selfies, muchas selfies…, más selfies, más fotos.

Hace años alguien me dijo: Recuerda que tres días después de que te hayas muerto, ni los que más te aman querrán estar junto a ti. ¡Qué fuerte! Pero a veces nos conviene poner los pies en la tierra para saber darle su valor a lo realmente importante.

En las reuniones sociales, por mencionar otro ejemplo, tampoco resulta raro que los adultos exhiban sus problemas y miserias, con la misma facilidad como sus hijos adolescentes muestran sus calzoncillos, y sus hijas sus ombligos. ¿Y será que los demás tienen necesidad —y derecho— a conocer lo más íntimo de mí?

Tal parece que no se dan cuenta de que al proceder así se están devaluando como auténticas personas y, cuando aparecen palabras como: Recato, pudor, modestia, vergüenza, decencia y castidad, se ríen burlonamente tachando de payasos a quienes las pronunciaron. 

Ante tantos ejemplos de falta de pudor, ¿no será oportuno preguntarnos si la idea que tenemos de nosotros mismos es la que corresponde a nuestra auténtica realidad? ¿No será que nos estaremos olvidando del valor de las virtudes que nos hacen mejores seres humanos?

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