Lic. Héctor Ramón Molinar Apodaca.- En los últimos años, la promoción de los derechos de la comunidad LGBTT ha tomado un papel protagónico en el discurso público. Sin embargo, quienes disentimos de algunas manifestaciones de este movimiento, lo hacemos en el ejercicio legítimo del derecho a la libertad de conciencia y expresión, consagrados en los artículos 6º y 7º de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos.
No se trata de odio ni de rechazo personal, sino de una postura reflexiva ante conceptos como el “orgullo gay”, cuyas expresiones públicas, en ocasiones, transgreden los derechos de terceros, especialmente de niñas, niños y adolescentes. El artículo 4º constitucional reconoce el interés superior de la niñez y el derecho de los padres a decidir sobre la educación de sus hijos conforme a sus convicciones (artículo 26.3 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos).
El llamado “orgullo” tuvo su origen como respuesta a la persecución histórica contra personas homosexuales. Sin embargo, hoy en día, su manifestación pública a través de marchas, exhibiciones sexualizadas y discursos que ridiculizan valores tradicionales, genera división en lugar de tolerancia. Una cosa es promover derechos y otra muy distinta es imponer ideologías, afectando el derecho de terceros a educar y criar a sus hijos sin imposiciones ajenas a su núcleo familiar.
A muchos nos incomoda –y con razón– que se nos etiquete como “retrógradas” u “homofóbicos” simplemente por profesar la fe cristiana, judía o cualquier creencia que conciba al matrimonio como la unión entre un hombre y una mujer. Defender este modelo familiar no es un ataque a los demás, sino el ejercicio de nuestras propias libertades constitucionales.
El derecho internacional es claro: todos somos iguales ante la ley, pero también todos somos libres para pensar distinto. La Corte Interamericana de Derechos Humanos ha señalado en su Opinión Consultiva OC-5/85 que la libertad de expresión protege también aquellas ideas que “pueden ser molestas para una parte de la población”. Esa libertad debe ser bidireccional: tanto para expresar la diversidad sexual, como para expresar nuestra visión tradicional de la familia.
Defender la familia natural no es discriminación. Pretender acallar esa defensa sí lo es. Y eso es lo que ha empezado a suceder cuando desde ciertas agendas se busca censurar, ridiculizar o incluso sancionar a quienes pensamos distinto.
México es un país democrático, libre y plural. No podemos caer en el error de sustituir una forma de intolerancia por otra. Lo que corresponde es construir una cultura de respeto mutuo, donde tanto las personas LGBTT como los creyentes, las familias tradicionales, los padres de familia y los niños, tengan garantizado su derecho a vivir con dignidad, sin imposiciones ideológicas y sin miedo a ser señalados por sus convicciones.
Una sociedad sana no se construye sobre etiquetas, sino sobre el reconocimiento de que todos somos personas con dignidad. Y por eso, aunque respeto a todos, no comparto ni me identifico con la noción de ‘orgullo gay’, ni con la violencia verbal que muchos activistas ejercen contra quienes no piensan igual.
Estoy orgulloso, sí. Pero orgulloso de respetar y exigir respeto. Orgulloso de ejercer mis derechos constitucionales sin miedo. Y orgulloso de defender la familia como base de la sociedad, conforme al artículo 4º constitucional y a los principios universales del derecho natural.