La soberanía tiene sentido si se utiliza para beneficio de los ciudadanos y no solamente de unos cuantos. Anónimo
Cuauhtémoc Monreal Rocha.- Con la llegada del pato Donald –por segunda vez– a La Casa Blanca, ha puesto de cabeza a toda le élite política mexicana; la inquilina de Palacio Nacional no haya ni qué hacer con eso de la soberanía nacional, ya hasta mandó modificar la Constitución, por si Mr. Trump, convertido en el nuevo “masiosare”, se atreve a profanar con su planta el suelo patrio, por aquello de que ya calificó al crimen organizado totonaca, como grupos de terroristas y no los combata como es debido el gobierno mexica, pues para EU, más que su soberanía, les importa su seguridad nacional, que a lo mejor es lo mismo. En fin, ya veremos, dijo un ciego; por lo pronto, lectoras, lectores, el acero aprestad y el bridón, más vale prevenimss.
Y… ¡carajo!, claro que hay que defender la soberanía nacional, tan violada por sus propios gobernantes, lo cual nos hizo recordar un pasaje de la historia delincuencial en nuestro país, de cómo se le dio cabida en México a los gángsteres norteamericanos, por los gobernantes de aquellos tiempos, pues el primer político mexicano que le dio cabida a Al Capone fue el General revolucionario Abelardo L. Rodríguez, quien, aunque por breve tiempo, fue Presidente Constitucional de los Estados Unidos Mexicanos.
Luego, al paso de los años, allá por 1948, gobernando al país un joven veracruzano, de sonrisa angelical, cuyo nombre era, porque ya murió, Miguel Alemán Velazco, llegó a México, enviada desde Italia, por el exiliado gángster Luky Luciano, una rubia norteamericana de Alabama, a quien llamaban “La Reina de la Mafia”, con el único fin de que se colara entre la élite política nacional de aquél tiempo y poder seguir enviando, sin ningún contratiempo legal, más droga de alta calidad hacia “El Coloso del Norte”.
La mujer se hospedó a todo lujo, en el mejor hotel del Distrito Federal, que era el hotel Reforma, teniendo en su interior, el bar más lujoso de la capital, “El Ciros”, donde la fina dama comenzó a celebrar grandes fiestas con lo más granado de la élite política autóctona y de la alta sociedad mexicana, que no por eso dejaba de ser también, autóctona.
Una noche, cuentan las crónicas, llegó a esas orgías de alcurnia dorada, un joven periodista y dijo, palabras más palabras menos, de aquí soy hijooo. Se llamaba, porque también ya murió: Agustín Barrios Gómez, quien comenzó a cronicar aquellas grandes fiestas, aquellas grandes parrandas de alta gama, que le costaron, en su momento y por metiche, una buena madriza por parte de agentes de seguridad nacional, enviados por quién sabe quién.
Virginia Hill, que así se llamaba la rubia que todos querían en ese momento, claro que llegó hasta las más altas esferas del gobierno y llegó hasta Miguel Alemán y, sabiendo que al presidente jarocho le gustaban las mujeres jóvenes, guapas y famosas, para pronto lo rodeó de este tipo de féminas y, sin importar si se violaba o no la soberanía nacional, el narcotráfico tuvo puertas abiertas en “El Cuerno de la Abundancia”. Y así hasta nuestros días.
Gracias a las crónicas de “Chutín”, porque siguió de metiche el vato, una de ellas, llegó a manos del FBI, dirigido por Hoover, quien dio la orden que fueran por Virginia y no regresaran sin ella; cuando trataron de arrestarla en México, “La Reina de la Mafia”, gracias a un soplón, ya había “agüecao” el ala, trasladándose, otra vez, por orden de Luky Luciano, al hermoso puerto de Acapulco, para convertirlo en un Mónaco o Montecarlo latino. No fue así.
El FBI creía que Virginia Hill se había ido a Europa, pero por otro chivatazo, lo agentes norteamericanos supieron que la delincuente mujer se encontraba fondeada en el bello puerto acapulqueño, donde al final fue arrestada, encarcelada en Estados Unidos y murió en Suiza, diciendo unos que se suicidó y otros que la propia mafia la remató.
Así que nuestra cacareada soberanía nacional, siempre ha sido violada, según la historia, por la propia élite política mexicana, no olvidándosenos que el último eslogan gubernamental fue: “abrazos no balazos”. Cosas veredes, Mio Cid. Vale.