Antonio Fernández.- Asiste una muchedumbre a escuchar del Señor sus enseñanzas e ilustra: “Un hombre tenía dos hijos”. San Agustín analizando la parábola escribe: “El hombre que tuvo dos hijos es Dios que tuvo dos pueblos”.
Así como en muchas familias donde los hijos no valoran el esfuerzo y sacrificio de los padres por darles calidad de ser personas de orden, estudio, trabajo; cuando se llega a la edad de los atractivos del mundo, creen tener la edad no de imitar a su padre, sino que con el esfuerzo de él disfrutar la vida.
He ahí el problema que el Señor manifiesta: “El menor de los cuales dijo a su padre: Padre, dame la parte de los bienes que me ha de tocar. Y les repartió su haber”.
El comparativo que nos descubre San Agustín es la realidad que viene de Dios a todo hijo: “La herencia recibida del padre es la inteligencia, la mente, la memoria, el ingenio y todo aquello que el Señor nos dio para que le conociésemos y alabásemos.”
¿Acaso esos bienes entregados por Dios a cada alma son utilizados para conocer y alabarle? Se usan a lo contrario: negocios, disfrute de la vida, vicios, poder económico y cosas efímeras de la vida, al morir esos bienes los perdió el hijo en cosas mundanas.
A no dudar que el padre hablaría a fondo con el hijo: ¿Qué necesidad tienes de poner en peligro tu vida? Aquí tienes lo que ocupas para vivir y ser mejor, puedes realizar lo que desees.
Esa persistencia de aventura sin sentido te traerá consecuencias, pero como todo hijo envuelto en los sueños baladíes de la vida con el esfuerzo de su padre, tiene en su mente esas ideas que lo tienen posesionado: felicidad, diversión y gozo.
“Pocos días después, el menor, juntando todo lo que tenía, partió para un país lejano y allí disipó todo su dinero, viviendo perdidamente”.
San Agustín hace ver que la alucinación en ese hijo es muestra de la realidad disipadora en los jóvenes de esos tiempos que es la misma de hoy: “Tras haber recibido este patrimonio, el hijo menor se marchó a una región lejana. Lejana, es decir, hasta olvidarse de su Creador”.
Y como todo principio tiene un fin, ilustra la parábola del Señor a padres e hijos: “Cuando lo hubo gastado todo, sobrevino gran hambre en ese país y comenzó a experimentar necesidad”.
Como muchos padres y jóvenes sin sentido de la realidad del mundo y la facilidad con que mueven las cosas apoyados de “los bienes materiales” como si con ellos todo en la vida se solucionara, al caer en el pozo de la su propia ignominia ven que el mundo no es atractivo como fue cuando lo tuvieron ante ellos, ese atractivo falso no fue real ni verdadero, fue por interés de arrebatarle sus bienes, logrado esto se volvió miserable.
El Obispo de Hipona invita a meditar esta realidad: “Disipó su herencia viviendo pródigamente; gasta no adquiriendo, sino derrochando lo que poseía y no adquiriendo lo que le faltaba; es decir, consumiendo todo su ingenio en lascivias, en vanidades, en toda clase de perversos deseos a los que la Verdad llamó meretrices. No es de extrañar que a este despilfarro siguiese el hambre. Reinaba el hambre en aquella región; no hambre de pan visible, sino hambre de la verdad invisible”.
Así obra la conciencia en la persona que ha obrado contrario al mandamiento divino, los hechos indebidos taladran alma, corazón y mente e intranquilizan la vida, se sabe consciente del mal causado a sí mismo y a los suyos, el temor lleva más alto: ¡Ofender a Dios su creador!
“Fue, pues, a ponerse a las órdenes de un hombre del país, el cual lo envió a sus tierras a apacentar los puercos”. En este punto nos hace ver lo que los ojos del padre no ve, pues movido el joven por impulsos desesperados de salir por sí mismo del pozo en que ha caído, vende por decir su alma y su cuerpo al gusto y satisfacción de otro que le exige todo a cambio de una miseria.
“Impelido por la necesidad, cayó en manos de cierto príncipe de aquella región. En este príncipe ha de verse al diablo, príncipe de los demonios, en cuyo poder caen todos los curiosos, pues toda curiosidad ilícita no es otra cosa que una pestilente carencia de verdad”.
El joven se ha causado el problema que vive. Esto nos enseña que los problemas que padecemos en la vida nacen de uno mismo, mentira culpar a otro de los males propios que se viven, eso es justificar los propios actos malos causados por negligencia.
Pero el hambre creó una desesperación interna en su cuerpo, lo cierto es que la causa está en ese joven que padece porque él se lo buscó, nadie lo empujó, de donde la parábola lleva a repasar lo perdido: “Y hubiera a la verdad, querido llenarse el estómago con las algarrobas que comían los puercos, pero nadie se las daba”.
Cuando la soledad encierra en un círculo vicioso al que cegado por la desesperación no ve la solución a su problemática, el orgullo de reconocer los males cometidos son impedimento para superar las crisis.
San Agustín hace ver que la realidad del alma ante circunstancias críticas no es casual ni accidental: “Apartado de Dios por el hambre de su inteligencia, fue reducido a servidumbre y le tocó ponerse a cuidar cerdos; es decir, la servidumbre última e inmunda en que suelen gozarse los demonios. No en vano permitió el Señor a los demonios entrar en la piara de puercos.
“Aquí se alimentaba de bellotas que no le saciaban. Las bellotas son, a nuestro parecer, las doctrinas mundanas, que alborotan, pero no nutren, alimento digno para puercos, pero no para hombres; es decir, con las que se gozan los demonios, e incapaces de justificar a los hombres”.
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