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La muerte de nuestros sacerdotes

Padre Eduardo Hayen.- En un período de dieciocho días el ángel del Señor vino a tres de nuestros sacerdotes para pedir sus almas. Primero la muerte pasó por Madrid llevándose al padre Juan Manuel García Martínez; en El Paso Texas el hado visitó al padre Benjamín Cadena de Santiago; y hace apenas unos días, en Ciudad Juárez, la fatalidad cayó sobre el padre José Solís Aguilera. Eran, los tres, sacerdotes de impronta. Sus muertes han dejado un vacío helado en la diócesis y mucho pesar en las almas.

Los tres sacerdotes salieron de este mundo tras prolongadas agonías. El padre García llevaba muchos meses convaleciente por una enfermedad que lo dejó inválido y le quitó el habla. El padre Benjamín, víctima del Covid, luchó durante varias semanas hasta que sus pulmones no pudieron más. El padre Solís estuvo más de quince días en terapia intensiva por complicaciones gastrointestinales, entre graves crisis y sutiles promesas de recuperación. La enfermedad desplegó su saña en cada uno de ellos hasta que sus carnes ya no pudieron retener sus almas.

Detrás del velo de tristeza que deja la muerte de estos tres amados sacerdotes, la fe nos permite descubrir un drama más profundo del que fueron partícipes. El drama comenzó el día en que ellos fueron ordenados sacerdotes. Si bien todos los cristianos fuimos bautizados en Cristo y, por lo tanto, incorporados a su muerte (Rom 6,3), nadie como el sacerdote está configurado al Siervo sufriente que anunció Isaías, y que será el mismo Jesucristo en su pasión y muerte.

Si bien algunos de los sufrimientos físicos de los sacerdotes y de los laicos pueden ser mayores que los dolores corporales que Cristo experimentó en su Pasión, jamás nadie superará al Señor en sus sufrimientos morales. Todo el cúmulo de dolores, angustias, desconsuelos y tribulaciones de la humanidad nunca se podrán acercar, ni de lejos, a la pasión del alma del Redentor. “Al que no conoció el pecado, Dios lo trató por nosotros como al propio pecado, para que, por medio de él, nosotros sintiéramos la fuerza salvadora de Dios” (2Cor 5,21).

Las muertes de los padres García, Cadena y Solís, más allá de la humana tristeza de la despedida, encierran una gracia que se derrama en nuestra Iglesia diocesana. Ellos vivieron el sacerdocio como una apasionada entrega. Fuimos testigos de que en sus vidas se esforzaron por difundir el Evangelio y por conducir a sus feligreses al contacto con el Dios vivo. Sus muertes fueron la culminación de sus vidas entregadas por amor. Por ser sacerdotes, Jesucristo sumo y eterno sacerdote vivió y murió en ellos. La muerte de los padres, incorporada a la de Cristo sacerdote y víctima, es un evento que derrama la gracia de la salvación en la Iglesia.

Ciudad Juárez es una urbe con un sinfín de problemas y pecados: desde el narcotráfico, la drogadicción, la violencia callejera y la trata de personas; los dramas de los migrantes y la desintegración de las familias; la indiferencia y el irrespeto a Dios hasta la corrupción en las instituciones y las inmoralidades sexuales. Toda esa iniquidad forma parte del misterioso cáliz del Señor, de esa copa del vértigo que Cristo apuró en Getsemaní y en el Calvario, y que sigue compartiendo a sus sacerdotes para expiar con él: “¿Pueden beber el cáliz que yo beberé?” (Mt 7,22).

Nunca el sacerdote es tan sacerdote cuando por amor ofrece sus sufrimientos –físicos y morales– por la salvación de la humanidad. La muerte de nuestros sacerdotes es la muerte de Cristo que se vive por el sacramento del Orden. Hoy damos gracias a Dios por aquellos que gastaron su vida y ofrecieron su muerte por nuestra salvación, y pedimos que el Cielo nos conceda más sacerdotes-víctimas que vengan a ocupar el lugar de los que ya traspasaron las fronteras de este mundo y han entrado en la alegría de la vida futura.

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