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El drástico cambio de hacer política en México

Alejandro Zapata Perogordo.- Tuvieron que pasar varias décadas en México para transformar las prácticas del quehacer político; desde la obediencia ciega bajo un sistema presidencialista a ultranza, fue transitando hasta el debate y la confrontación de las ideas, donde se perfiló un régimen de corte democrático, procesos electorales competitivos, de consensos, acuerdos y equilibrios; aunque imperfecto, funcionaba.

Ahora las formas cambiaron radicalmente. Bastó un sexenio para cancelar los espacios del debate, el intercambio de ideas ha sido oficialmente cercenado, las mayorías parlamentarias no admiten –ni les permiten– la deliberación, el regreso de levanta dedos tanto en lo federal como en lo local, es una práctica obligada de autoconservación y permanencia.

A quienes se encuentran dentro de la estructura del poder se les prohíbe disentir, es la subcultura del razonamiento, pues solamente tienen derecho a pensar las cúpulas, el resto, está obligado a resignarse y aceptar, además debe conformarse con las recompensas económicas, ya sea producto de sus ingresos como servidor público o, con la protección de impunidad si provienen de actividades ilegales.

La estrategia consiste en cerrar las puertas a cualquier disidencia, ignorar a la oposición y hacer oídos sordos, erradicar la pluralidad y descalificar cualquier expresión contraria a su forma de pensar y de actuar, posturas que son contrarias a los más elementales principios y valores democráticos, aspecto que les tiene sin ningún cuidado.

Están socavando lo poco que queda de un régimen democrático al imponer formatos absurdos como la elección judicial, donde el grueso del electorado ni siquiera sabe por quién vota, amén de que el cómputo no es transparente y el proceso se presta a márgenes amplios de manipulación, lo que provoca desconfianza.

Es de suponer que la actividad política en su amplia concepción propicia la participación ciudadana, el debate social, fortalece la cultura democrática y amplia las libertades; sin embargo, el caso mexicano resulta exactamente al revés, pues en la medida que inhibe la intervención activa de los ciudadanos en la toma de decisiones, también restringe las posibilidades de robustecer el desarrollo democrático limitando los derechos.

El régimen avanza imponiendo controles, cooptando a los ciudadanos, poniendo trabas en la gestión social y convirtiéndolos solamente en receptores de decisiones, sin permitirles el involucramiento activo en la elaboración y ejecución de las políticas públicas.

Aspectos claves como la educación, salud, medio ambiente, cultura o prevención del delito, entre otros, se han ido vedando a la participación social, imponiendo modelos sin permitir la contribución y el acceso ciudadano en áreas tan fundamentales como las apuntadas.

Existe una línea palpable en la diferencia entre hacer política e imponer políticas, pues en la primera es factible el involucramiento de sectores sociales; mientras la segunda, corresponde solamente a los ámbitos de poder sin que necesariamente en su confección participen otros segmentos.

Los resultados evidencian que una buena parte de la población se encuentra confortable, recibiendo apoyos sin importar lo que ocurra a su alrededor mientras tenga cubiertos sus satisfactores; mientras –quizás los menos–, seguimos luchando para colmar la sed de democracia que nos está siendo arrebatada.