Isabella Astudillo (@lachicharrafm).- Lo que ha venido sucediendo en varias partes del mundo con la destrucción de monumentos que conmemoran personajes que, entre otras cosas, representan un pasado esclavista, aparte del furor mediático, pone de presente la relación con nuestra memoria.
Parecieran formarse dos tendencias: quienes están a favor de su destrucción y rechazan dicho pasado, y quienes están en contra, pues aducen que entonces habría que cambiar la historia.
Y aquí entran los monumentos: tienen un valor histórico, sirven para conmemorar diferentes situaciones o personas que le dan identidad y origen a una comunidad.
Según Jodelet, su poder de recordación viene de su fuerza de representación de una época pasada, pero ésta cambia en la medida en que los ciudadanos lo asocian a su propia historia grupal o personal; es decir, a raíz de los sentidos específicos que emergen y ponen en cuestión o reafirman dicha representación en un juego de memorias que conjugan pasado y presente.
Yo soy joven, es decir, miro los monumentos con la información del pasado, pero con mis propios ojos, con mi cuerpo, con mi experiencia, con mi visión del mundo y encuentro que no me interesa cargar con un pasado de lastre: estos monumentos no representan lo que quiero ser, no me generan ningún vínculo porque rechazo ese pasado.
Queda entonces conciliar, re-conocer el pasado, aprender de él, pero, precisamente, por ello, distinguir y no rendirle homenaje nunca más a la infamia humana: esta no puede quedar sellada en una piedra expuesta públicamente.