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Bienaventurados los que creen

“Jesús le dijo: Porque me has visto, has creído; dichosos los que han creído sin haber visto”. (Jn. 20, 29)

Antonio Fernández.- Está Bienaventuranza es para quien cree en Dios sin exigirle prueba, siendo sin duda la mayor demostración de todas, la de María Inmaculada que se reza en el Magnificat: “Y dichosa la que creyó, porque tendrá cumplimiento lo que se le dijo de parte de Dios”.

San Ambrosio declara e interpreta la confianza y el amor como la fidelidad y la esperanza firme de María la Madre de Jesucristo Nuestro Señor: “Ved la humildad de la Virgen, ved su devoción. Prosigue, pues: “Y dijo María: He aquí la sierva del Señor”.

Se llama sierva la que es elegida como Madre y no se enorgullece con una promesa tan inesperada. Porque la que había de dar a luz al manso y al humilde, debió ella misma manifestarse humilde. Llamándose también a sí misma sierva, no se apropió la prerrogativa de una gracia tan especial, porque hacía lo que se le mandaba.

Por ello sigue: “Hágase en mí según tu palabra”. Tiene el obsequio, ves el voto. “He aquí la sierva del Señor”, y es su disposición a cumplir con su oficio. “Hágase en mí según tu palabra”, es el deseo que concibe.

He aquí la enseñanza de fe que recibe el cristiano católico de su Madre Inmaculada, es lección clara y comprensiva, pero el temor del incrédulo y en el que es escaso de fe, convierte el interior de su alma en una ceguera que no le deja verse en sí mismo su alma, es como si viviera en espera de que caiga sobre él la Espada de Damocles.

De continuar en ese camino y aferrarse a él llegará el momento lamentable de su vida terrena donde conocerá cómo será su situación en la eternidad y no tener forma de retroceder o componer lo que en vida no se hizo, no se reaccionó en tiempo creyendo falsamente que nadie le ve permanecer en esa ocultación que envuelve a la persona.

La hace increíblemente ser más temerosa al conocer la disposición y entrega de Nuestra Madre, cuando Ella desea tomar esa alma y llevarla recuperada a depositarla en el Corazón de su Amado Hijo Jesucristo. Es cuando uno se pregunta: ¿Por qué no vislumbra su inteligencia el mal que se hace y el bien que rechaza?

María la Madre de Jesucristo Nuestro Señor recibió como herencia las almas redimidas por su divino Hijo Jesús, la incredulidad no quiere que esa alma pecadora se introduzca en el bien obrar, ahondando en la actitud humana de saberse culpable de pecado. No recapacita que Dios es perdonador, no de una vez sino las que sean necesarias para su salvación.

Bueno es traer a la memoria cuando Pedro pregunta a su Maestro: “Señor, ¿cuántas veces pecará mi hermano contra mí y le perdonaré? ¿Hasta siete veces?” Jesús le dijo: “No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete”.

Es la palabra de Dios un don para toda alma que venga al mundo, pero cuando la carga de pecados es tanta que ese pecador se retrae y buscando una salida que ve posible hace por él mismo imposible al pensar: me conozco como soy y me dicen que imite en la fe a la Madre de Dios.

¿En qué? No tengo la capacidad de nada para hacerlo. Es cuando surge de este mundo pragmático la negativa a la fe y confianza en Cristo Nuestro Señor no obstante que dio a conocer la promesa de Dios de perdonar los pecados “sino hasta setenta veces siete”.

Por otra parte, aquel que niega al Hijo niega a su Madre María, y quien a ella niega, niega a su Santísimo Hijo imponiéndose a sí mismo un freno que no lo detendrá, como fue en Judas Iscariote y Poncio Pilatos, a quienes nada los detuvo y sí ahuyentado su incredulidad de su alma también lo fue la espiritualidad.

Ejemplos de almas que han tomado el camino de la vida cómoda prefiriendo complacer al cuerpo en lo que más le agrada que seguir el mandamiento de salvación eterna, hay una causa y razón para esta conducta: no hay fe, tampoco confianza, ni convicción, ni temor de Dios.

Si a ese pecador se le invita a reflexionar la cerrazón en que vive se niega creer en la divinidad de Cristo Nuestro Señor y por ende tampoco en la pureza de María su Madre, no comprende el valor espiritual que Ella infunde por su fe en toda alma.

Si a la madre de la tierra ante los problemas que enfrenta el hijo se preocupa y ayuda de una y mil maneras, mayor es la preocupación de Nuestra Madre María Santísima en auxiliar al pecador aunque no lo merezca o diga “no creo”, para Ella sí lo merece y por tanto nada la detendrá en suplicar a su Hijo Amado ayuda para ese y todo pecador que acuda o no a su regazo.

Su amor maternal suplicará ayuda a quien todo lo puede como quedó demostrado en las Bodas de Caná: “Su madre dijo a los sirvientes: Cualquier cosa que Él os diga, hacedla” y se conoció el mejor vino que el mundo ha conocido.

Por ello es inconcebible que la Madre de Dios no teniendo mancha de pecado ni defecto se muestra amorosa, porque como Madre vive en su corazón el ardiente amor que entrega a cada hijo que le fue encomendado en la Cruz: ”Mujer aquí tienes a tu hijo”.

hefelira @yahoo.com

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