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Anacoreta poscovidiano

Raúl Ruiz.- Ya tiene más de cuatro años que bauticé a mi hermano del alma, Ricardo Moreno Barajas, como mi anacoreta de cabecera. Intercambiamos conjeturas, creamos escenarios políticos de mediano alcance, observamos a los actores políticos y podemos acertar hasta en un 95% en nuestros pronósticos.

Él ya es un hombre mayor, lo ha vivido todo. Se ha resguardado en su jacal, allá en San Luis Potosí, cavilando, pensando, dándole sentido a las locuras contemporáneas de la vida. Es economista por ‘deformación académica’, pero de facto es politólogo, sociólogo y filósofo. Aunque para él no signifique nada el que se le considere así. Le faltan 5 minutos de cocción para ser sabio.

Es un cascarrabias como todos los de su venerable edad, pero en realidad es un disfraz para evitar imprudentes acercamientos. Y así, tener el tiempo suficiente para leer, pensar y estar atento a los cambios que la humanidad va sufriendo. Su dulce compañía es una tablet muy veloz y una laptop donde almacena archivos de cualquier parte del mundo.

¿Qué es un anacoreta? La versión que nos da el diccionario se remonta siglos atrás. Por eso es que usted, apreciable lector, desconocía este término. “Religioso que vive solo, en lugar apartado, dedicado por entero a la contemplación, la oración y la penitencia.”

La variable que le traigo, es la de un hombre, no religioso, que vive solo, entre la multitud, pero apartado, dedicado a la contemplación cibernética y a la reflexión”. Sujeto a la penitencia del celibato, de mutuo proprio. Y a la sana alimentación.

Sus manjares son las frutas y verduras. Jugos, pescado, nada de grasa y todos esos tentempiés. No porque no le apetezcan los filetes, la paella o los mariscos, sino porque el oficio de pensar no es muy rentable en estos días. 

Viene a cuento esta introducción, porque me he descubierto como un anacoreta poscovidiano. O más bien, como un aspirante a anacoreta de alto rendimiento. 

Ya tengo mi covacha. Una vivienda pequeña, con una salita de lectura con casi 1,200 títulos en siete libreros de madera; una Kindle con más de 3,000 libros de filosofía posmoderna, sociología, geopolítica y derecho.

Una carpeta de archivos con formatos para el esgrima legal, por si necesito salir a los tribunales a ganarme el sustento. Porque a menos que la salud me juegue una mala pasada, me gusta comer gourmet. Y lo elemental para el reposo y la higiene corporal.

Mi hábitat puede ser una contradicción a la figura original del anacoreta, que por antonomasia viviría en la pobreza extrema, más que en la justa medianía republicana, pero estamos hablando del anacoreta poscovidiano, lo más rancio de la posmodernidad. Superviviente de dos atentados del maldito Covid. Primero por el 19 y después por el Ómicron.

Si bien, entregado al estudio y la reflexión, no se puede matar de un tajo el gusto por los placeres, pues alcanzar el grado de sibarita no se consiguió en el degustar, escuchar, palpar, aspirar y mirar la belleza en una sola década.

Estoy en el proceso de reducir el placer del entrepiernur a una sola vez por semana, máximo dos y dejar para siempre los maratones semanales. Es un proceso de mucha concentración y voluntad. Célibe nunca. 

Profeso el pensamiento profundo de la escuela latina que expresa: SEMEN CONTENTUM, VENENUM EST.

Los políticos y hombres del poder económico envueltos en la paranoia, reservan un bunker con un shingo de alimentos enlatados, paquetes inmensos de papel sanitario, muchas películas porno y otras porquerías, por si Putin u otro demente en el poder supremo, oprime los botones rojos y destruye lo que hay sobre la faz de la tierra.

Pobrecillos. ¡Cuánto les puede durar! Son como los que hacen kilométricas filas para cargar un tanque de gasolina para conseguir el litro dos pesos más barato que el precio del día siguiente. 

Yo, además de libros, voy acumulando instrumentos musicales para envolverme en lienzos sonoros que le den equilibrio a la mente. Desde pequeño he cultivado el sentido musical y se me da. La música reduce las ansiedades, el estrés, la ira y aleja los malos pensamientos.

Lo hago también por salud mental. No sea que se cumpla la profecía de mi sacrosanta madre que me decía: “ya no leas tanto, hijo. Se te puede quemar el cerebro y te volverás loco”. En este entrenamiento, me cayó de perlas el confinamiento obligatorio al que nos vimos sujetos por dos años.

Tengo mis dos vacunas de rigor y no me aplicaré la del “refuerzo”, porque a uno de mis hermanos le dio parálisis facial a consecuencia de su aplicación y no quiero verme en ese espejo. Cuento con pasaporte vigente y visa por 10 años para pasar a territorio gringo por si las cosas se ponen de color Mariúpol. Novedoso matiz ucraniano, entre rojo sangre y azulado cianótico.

Si las cosas se complican, viajaría ligero: mi Kindle, dos smartphones, laptop, un disco duro externo de tres teras; cuatro cambios de ropa, un sombrero y el saxofón. Se quedan trombón, clarinete, flauta, guitarra y mandolina. Me llevo lo que traigo en el coco y en el corazón.

Igual y no llego a la edad de mi anacoreta de cabecera, pero que no se diga que no lo intenté. Poco a poco iré soltando lastres, hasta que me recoja la calaca y me lleve a las profundidades del Mictlan. Mientras tanto, iré investigando el metaverso y esas brujerías de las visiones en 3D, así como las novedades en Inteligencia Artificial.

Por lo pronto, me verán en el Show de Dueguez semanalmente y en la tercera época de Noticias Perras. ¡Abur!