Jorge Faljo.- Los medios de todo el planeta están enfocados en “la tragedia” de Afganistán. Por ello me parece oportuno hablar de las diversas tragedias que confluyen en ese país. Las llamaré la tragedia menor, la gigantesca tragedia que no ocurrió, la larga tragedia, la tragedia política norteamericana, y la tragedia que podría ocurrir.
Impactan las imágenes de miles de personas irrumpiendo en el último bastión norteamericano en ese país, el aeropuerto de Kabul. Masas de gente acicateada por el pánico y la posibilidad de ir a vivir en el primer mundo, hizo que miles invadieran hasta las pistas. Es triste que un joven integrante del equipo nacional de futbol, y otros más, se aferrasen a un avión en pleno despegue para luego caer y morir, o congelarse en el compartimento de las llantas.
Son sucesos muy lamentables que han provocado una docena de muertes. Me atrevo a llamar a estos hechos la tragedia menor por comparación a lo que afortunadamente no ocurrió.
Kabul, la capital de Afganistán cayó en manos de los talibanes sin un solo muerto, sin un disparo. Contra lo que el gobierno norteamericano esperaba, y no duda en reprochar amargamente, un ejército de 300 mil soldados bien entrenado y fuertemente armado se disolvió sin presentarle combate al tsunami talibán. No le falta razón al reproche de Biden porque Estados Unidos pagaba los sueldos de esos soldados. Eran sus soldados, pero estos a final de cuentas decidieron no defender un gobierno y un modelo de desarrollo que ya naufragaban.
Si ese ejercito hubiera combatido, en estos momentos en las noticias veríamos ciudades y pueblos arrasados, miles de muertos y cientos de miles, tal vez millones de afganos huyendo de la guerra en el mayor de los pánicos y desesperación. Esa habría sido una tragedia gigantesca, una hecatombe prepagada, esperada por occidente y que afortunadamente no ocurrió. Algo que celebrar.
No fue un hecho único en la historia; en las revueltas populares llamadas primaveras árabes, en Egipto y en Túnez ocurrieron rebeliones de sargentos que se negaron, en momentos clave, a acribillar a su propia población. En este caso los sargentos del ejército afgano no se volvieron contra el patrón, simplemente se disolvieron en el pueblo, o cambiaron de bando, con todo y sus muy costosas armas.
Durante los últimos 20 años el gobierno norteamericano inyectó 145 mil millones de dólares en el ejército, las instituciones públicas, la economía y el apoyo a organismos civiles en Afganistán. Varios países y organizaciones, como el Banco Mundial, también contribuyeron con miles de millones. Los gastos de guerra consumieron otros 837 mil millones de dólares. Una guerra en la que murieron mil 144 soldados “aliados”, 66 mil soldados afganos y un número imposible de precisar de decenas de miles de muertos y heridos civiles, así como centenares de miles de refugiados que ya empiezan a regresar a su tierra.
Ese enorme flujo de recursos permitió crear y blindar enclaves que se presentaron al mundo como escaparates de modernidad, democracia, respeto a los derechos humanos y de las mujeres. Pero eran islotes urbanos en un mar rural en el que no mejoraba el bienestar de la población ni el de las mujeres. Se calcula que el 23 por ciento del Producto Interno Bruto, PIB, del país eran sobornos a las cupulas burocráticas que lograron apropiarse del grueso de los recursos externos. Una porción de los donativos externos permitió modernizar las ciudades y crear, junto a los muy pocos extremadamente ricos, una especie de clase media.
Pero Afganistán salía muy caro. En el 2009 la ayuda externa fue equivalente al 100 por ciento del PIB, es decir igual a toda la producción interna; pero esta ayuda iba en descenso y se redujo al 42.9 por ciento del PIB en 2020. Con menos donativos en dólares decayeron los servicios y ocurrió un importante deterioro del empleo y los ingresos urbanos.
En noviembre de 2020 una conferencia de países donantes exigió, a cambio de seguir dando apoyos económicos, que el gobierno afgano combatiera la corrupción, redujera la pobreza y avanzara en las negociaciones de paz. También lo exigió Biden, y acaba de declarar que el gobierno afgano no cumplió.
La reducción de la ayuda externa no era el único problema. El modelo de desarrollo sí. En 2012 el 38 por ciento de los afganos eran pobres; es decir que tenían ingresos inferiores a un dólar con 90 centavos al día; en 2017 los pobres se incrementaron al 55 por ciento y el Banco Mundial calculaba que en el 2020 más del 70 por ciento de la población sería pobre. En los últimos cinco años, antes de la pandemia, la inseguridad alimentaria creció en 14 por ciento y el 41 por ciento de los niños menores de cinco años no alcanzan hoy en día la talla y peso que corresponde a su edad.
Podríamos hablar de una doble corrupción. Aquella evidente en los sobornos exigidos cotidianamente para todo servicio público, incluida la impartición de justicia. Y la corrupción de fondo que es la instauración de un modelo de inequidad extrema, en el que bajo la bandera del libre mercado muy pocos se enriquecían mucho, varios millones accedían a un consumo clasemediero y decenas de millones se empobrecían cada vez más. A esto es a lo que llamo la larga tragedia.
Luego viene la tragedia política norteamericana que básicamente consiste en los golpes de pecho y los reproches al gobierno del presidente Biden por no haber previsto el desmoronamiento acelerado del gobierno afgano, empezando por la huida de la cúpula política y la desaparición del ejército. Pero al interior de esta tragedia con olor a farsa existe otra que es la incapacidad norteamericana para enfrentar una revuelta campesina. No aprendieron de Vietnam, donde otra revuelta campesina los derrotó hace décadas. En ambos casos no entienden que su modelo americano de desarrollo no es exportable y puede ser incluso contraproducente.
Los “estudiantes”, que ese es el significado de Talibán, son el brazo armado de un campesinado esencialmente contrarrevolucionario; es decir opuesto a una modernización que los daña. Prefieren regresar al pasado. La derrota norteamericana es resultado del fracaso de un modelo de desarrollo que no le ofreció un camino de mejoría a la mayoría campesina; que no supo integrarla en condiciones de equidad a una modernidad de utilería… con pies de lodo.
En esa tragedia que es la incomprensión norteamericana ante lo campesino, pretendieron no darse cuenta de que las condiciones de la gran mayoría de las mujeres nunca cambiaron. El 80 por ciento de los matrimonios siguieron siendo forzados y de prácticamente niñas en el medio rural. Ahora el mundo se alista a exigir a los triunfadores que hagan lo que ellos mismos no hicieron fuera de los enclaves de modernidad.
Sorprende la colaboración de los talibanes en regular el flujo de los que quieren entrar al aeropuerto; dan preferencia de paso, sin cortapisas, a los extranjeros y sus barreras permitieron ordenar el interior del aeropuerto. El gobierno norteamericano amenaza con graves represalias si se ataca a sus militares. Pero los talibanes en otra demostración de sensatez, organización y disciplina no solo no han atacado, sino que no han permitido que algún descarriado lo haga.
No olvidamos que la rebelión campesina camboyana se convirtió en un espantoso auto genocidio. Por otro lado, la rebelión campesina vietnamita logró encaminar a su país en una ruta de paz y bienestar social. Entre esos dos extremos no sabemos que camino seguirán los campesinos talibanes.
De momento el fantasma de una posible tragedia futura no surge de los hechos y si como gritos de distracción con los que los Estados Unidos pretenden evadir su propia responsabilidad vaticinando que los talibanes se comportarán como monstruos. Podría ocurrir, pero no nos adelantemos, habrá que esperar y ver si lo que los talibanes ofrecen es, o no, mejor a los últimos veinte años de exclusión, guerra, empobrecimiento y hambre. Su tarea será difícil; heredan un país semidestruido y ya se instrumenta el aislamiento financiero y comercial, y las medidas de guerra fría para hacerlos fracasar. Pero a final de cuentas Estados Unidos tapa un barril sin fondo y Afganistán tiene la oportunidad de hacer una sociedad mas equitativa. Ojalá.