Lic. Héctor Ramón Molinar Apodaca En México, la justicia para niñas y niños víctimas de violencia sexual sigue siendo una deuda pendiente. Aunque en el discurso se hable de “interés superior de la niñez”, en la práctica los procesos judiciales y ministeriales muestran lo contrario: indiferencia, omisiones y retrasos que agravan el dolor de las víctimas.
El caso que hoy comparto no es aislado, pero refleja con claridad cómo funciona un sistema que, en vez de proteger, termina por revictimizar. Se trata de una niña de apenas tres años que en diciembre de 2023 relató a su madre haber sido víctima de agresiones sexuales durante la convivencia con su padre. A su corta edad, describió lo ocurrido con palabras simples pero contundentes, señalando a su progenitor y a “personas malas” que participaron en el ataque.
La denuncia se presentó de inmediato ante la Fiscalía Especializada en Delitos Sexuales. El dictamen médico forense acreditó violación con penetración vaginal y anal. Psicólogos especialistas confirmaron afectaciones emocionales graves y recomendaron suspender cualquier convivencia con el progenitor señalado. Las pruebas eran contundentes y el deber de las autoridades, inaplazable: proteger a la menor, judicializar el caso y garantizar medidas cautelares urgentes.
Sin embargo, lo que siguió fue un calvario burocrático. La Fiscalía abrió una carpeta de investigación, pero hasta la fecha —casi dos años después, en octubre de 2025— el caso no ha sido judicializado. No hay imputación, no hay vinculación a proceso, no hay respuestas claras para la familia. La indolencia ministerial convierte la denuncia en un trámite interminable, enviando el mensaje de que la violencia sexual contra una niña puede quedar archivada en el olvido.
Aun más grave es lo ocurrido en la vía familiar. A pesar de existir pruebas médicas y psicológicas, el Juzgado correspondiente decidió autorizar convivencias supervisadas con el padre señalado. En su resolución, se privilegió un supuesto derecho de convivencia del adulto por encima del derecho fundamental de la niña a vivir libre de violencia y a no ser expuesta nuevamente al trauma. Se ignoraron dictámenes, evaluaciones periciales y la voz misma de la víctima, que a pesar de su corta edad se expresa con claridad.
A esto se le llama violencia institucional. No es sólo la agresión inicial la que hiere, sino también las omisiones del Estado que prolongan y profundizan el daño. Cada día de retraso en la investigación es un recordatorio de impunidad. Cada resolución que privilegia al adulto señalado sobre la protección de la niña es un acto de revictimización. Cada omisión judicial o ministerial contradice los tratados internacionales, la Constitución y las leyes mexicanas que obligan a proteger a la infancia.
La Constitución en su artículo 4º reconoce que niñas y niños tienen derecho a la protección integral de su desarrollo. La Convención sobre los Derechos del Niño obliga al Estado mexicano a tomar medidas inmediatas frente a cualquier forma de abuso. La Ley General y la Ley Estatal de Derechos de Niñas, Niños y Adolescentes ordenan a fiscales y jueces actuar con urgencia, siempre bajo el principio del interés superior de la niñez. La jurisprudencia federal ha reiterado que ese interés superior prevalece sobre cualquier otro derecho cuando la integridad física y emocional de un menor está en riesgo.
¿Por qué, entonces, se privilegia al adulto señalado por encima de la menor violentada? ¿Por qué la carpeta de investigación sigue “en trámite” después de casi dos años? ¿Por qué un juzgado decreta convivencias que ponen a la niña en riesgo de revivir su trauma?
La respuesta es dolorosa: porque en México la violencia institucional es cotidiana, porque la burocracia pesa más que la dignidad de la infancia, porque las autoridades que deberían ser aliadas de las víctimas, terminan convertidas en parte del problema.
No se trata sólo de un caso, sino de un patrón. A diario, madres que denuncian agresiones contra sus hijas enfrentan procesos lentos, jueces que relativizan pruebas, fiscales que demoran expedientes, defensores que invocan formalismos para aplazar lo inaplazable. Mientras tanto, las víctimas crecen con cicatrices físicas y psicológicas que podrían haberse evitado con una actuación diligente.
El mensaje es claro: la justicia tardía no es justicia. Cuando se trata de la protección de niñas violentadas, cada día de retraso es impunidad. Cada excusa es revictimización. Cada omisión es violencia institucional.
Urge que la Fiscalía judicialice con celeridad. Urge que los jueces apliquen la perspectiva de género y niñez. Urge que la sociedad no se quede callada ante estos atropellos. La infancia no puede esperar.
Porque cuando el Estado ignora el dolor de una niña violada, está fallando en lo más esencial: proteger la vida y la dignidad de quienes menos pueden defenderse. Y porque cuando la justicia llega tarde, en realidad no llega nunca.



