De buena mañana, apenas saliendo el sol, Don José quiso ir como de costumbre a ver a sus almendros. Justamente – pensó- ninguna otra fecha mejor que ésa para ir y, desde allí mismo, poder dar las gracias a Dios por todas las cosas que, un año más, aquella tierra le había regalado.
Salió pronto, no eran ni las seis, para poder así estar de vuelta antes de las 12 y asistir a la misa. Allí, ya junto a los demás, volvería a dar gracias por todo y pediría por todos.
Subiendo por los montes llegó hasta el alto llano donde tenía sus almendros. Como en ningún otro lugar, la mirada panorámica de la inmensa serranía le premiaba con momentos únicos de paz y tranquilidad.
Podía escuchar las melodías de la tierra en medio del silencio. Podía sentir la dulce caricia del aire y los primeros rayos del sol que llegaban hasta él cruzando el océano azul del cielo.
Entonces, sin razón aparente, le sobrevino un sudor frío, excesivo, inexplicable, a lo que le siguió un pequeño aturdimiento y mareo. Parecía que fuese un pequeño malestar, como si de una indigestión se tratara, si no fuese por aquella repentina debilidad. Luego, la falta intensa de aire, la sed y el hambre por poder respirar. Y aquel extraño dolor como si un puño enorme retorciera su corazón.
En unos momentos, el dolor era tan intenso que llegaba a los brazos, sobre todo al izquierdo. Aterrorizado, dejó de caminar para quedar parado quieto, pero el manto de dolor que le cubría no cesaba, le recorría ya la espalda, subía por los hombros y el cuello para llegar incluso a los dientes y la mandíbula. Con la piel ya color ceniza y los labios azulados, Don José empezó a pensar en la levedad de su existencia, en su mujer y sus hijas, en sus nietos.
Apareció entonces, como caído del cielo, un niño.
– Esté tranquilo, Don José, recuéstese aquí – le dijo el niño mientras sus angelicales manos le sostenían la cabeza y le ayudaban a sentarse bajo uno de los almendros.
Con la cabeza y las espaldas bien apoyadas en el árbol, Don José, sintió la fortaleza de sus queridos y fieles almendros. Qué gran consuelo ver que le acompañaban cuando le faltaba poco, tan poco. Quizás no le faltaba ya nada. Así que mientras el niño le ayudaba a poner las rodillas dobladas cerquita del pecho, alzó la mirada al cielo.
Casualmente entonces, vio como 112 rayitos de luz se cruzaban haciendo una extraña señal: una pequeña cruz y un destello. Al instante, oyó al niño hablar en alto, avisando de lo sucedido, como si hubiese alguien que desde lo alto atentamente le escuchara.
Le oyó describir el lugar, la serranía, el campo de almendros, y luego contar con increíble precisión todo aquello que sólo Don José había sentido en su interior. Era un relato asombrosamente minucioso que indicaba incluso cuánto rato hacía que todo aquello le había sucedido. Después de mirarle dulcemente al pecho, el niño dijo ver que Don José tenía un poquito de corazón muerto pero que el resto luchaba por seguir latiendo.
Luego el niño calló, levantó la mirada y dibujó algo con el dedo en el cielo. Y al momento, por allí donde su pequeño dedo había rozado, el cielo quedó cubierto de cirros, finas líneas blancas de nubes que indicaban un camino. El niño permaneció a su lado, como un ángel guardián, pendiente de si estaba consciente, de su respiración, de su pulso.
Fueron sólo minutos, no más, cuando los hombres vestidos de blanco llegaron. Y al querer darle las gracias al niño nadie supo verlo en todo el llano. En lo alto, sopló una suave brisa y los cirros se desvanecieron para dejar un leve halo blanco.
Fin