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Tormentas de arena: realidad y consecuencias

Aída María Holguín Baeza.- Confieso que, hasta hace poco, veía las tormentas de arena y polvo como un fenómeno lejano, casi anecdótico.

En mi imaginario, eran imágenes exclusivas de desiertos lejanos como el Sahara, o cercanos como el de Samalayuca, ajenas a mi realidad. Y entonces, durante muchos, años ignoré su alcance, pensando que se trataba de fenómenos naturales limitados a ciertas regiones del mundo. Sin embargo, los últimos meses han cambiado esa percepción, pues en Chihuahua las “nubes de polvo” evidencian una realidad cotidiana, palpable y preocupante.

La ciencia confirma que, aunque estas tormentas forman parte de los ciclos naturales de la Tierra, su frecuencia e intensidad han aumentado debido a causas atribuibles al ser humano. La deforestación, el uso irracional del agua, la degradación del suelo y, por supuesto, el cambio climático, han intensificado un fenómeno que ahora se manifiesta con fuerza en regiones como Chihuahua, no por casualidad, sino como una consecuencia.

En Chihuahua, las “nubes de polvo” son más frecuentes, intensas y peligrosas. En varias regiones, la tierra se eleva con el viento y cubre todo a su paso. Municipios del norte y del centro han experimentado una drástica reducción en la visibilidad y la calidad del aire. La población sufre efectos tanto inmediatos como a largo plazo, incluyendo el aumento de enfermedades respiratorias crónicas y el deterioro en la calidad de vida. Así, lo que antes era una molestia temporal, hoy es un problema serio de salud pública, un riesgo ambiental y un obstáculo para el desarrollo sostenible.

Aunque no son exclusivos de Chihuahua, estos eventos climáticos en el estado reflejan una preocupante tendencia global, ya que se estima que al menos el 25% del polvo atmosférico tiene origen en actividades humanas, como la deforestación y la mala gestión del suelo, que han contribuido al aumento en la frecuencia de las tormentas de arena y polvo.

Además de afectar la salud, los vientos cargados de polvo impactan directamente sectores clave como la agricultura y la ganadería. Los suelos pierden fertilidad, los cultivos se dañan, se incrementa la desertificación y se reducen las oportunidades económicas para comunidades enteras que dependen de la tierra. La tormenta no solo arrastra polvo, sino también oportunidades, bienestar y estabilidad.

Lo más inquietante es que los efectos de estas tormentas trascienden la región donde se originan; es decir, el polvo en suspensión puede viajar miles de kilómetros, afectando a otras zonas, incluso a otros continentes. Este fenómeno atmosférico nos recuerda, brutalmente, que los límites geográficos son irrelevantes frente a la degradación ambiental global.

El asunto es que la proclamación del 12 de julio como Día Internacional de la Lucha contra las Tormentas de Arena y Polvo, realizada por la ONU, reconoce la gravedad de este fenómeno y la necesidad de una acción coordinada que, más que crear conciencia, impulse medidas concretas a través de una coalición internacional que fomente la cooperación, el intercambio de información y el fortalecimiento local. Este esfuerzo exige, por ende, compromiso político, inversión, tecnología y una acción conjunta a nivel regional y global, con una visión clara de sostenibilidad.

Estamos, pues, en un momento clave. No se trata solo de marcar una fecha en el calendario, sino de hacer un alto para informarnos, exigir acciones concretas y asumir, cada quien, desde su trinchera, un papel activo en esta lucha. Porque las tormentas de arena y polvo no son un problema futuro, sino presente, y Chihuahua, con su tierra levantada por el viento, lo demuestra claramente.

A modo de reflexión concientizadora, finalizo adaptando lo dicho por la escritora y activista medioambiental Terry Tempest Williams: El suelo es el cuerpo de la Tierra y las tormentas son la forma en que la Tierra nos habla.

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