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Putin y la guerra de Ucrania

Soc. Omar Jesús Gómez Graterol.- ¿Qué mueve a un país o países a declararle la guerra a otro u otros? Es una pregunta a la cual normalmente se asocia un detonante o dos como ejes principales del conflicto. Sin embargo, muchos son las móviles subyacentes a este tipo de acciones que pueden ir desde lo justo a lo injusto, de lo personal a lo colectivo, de lo absurdo a lo justificado, de lo irrisorio a lo serio o de lo real a lo irreal.

De esta manera, establecer debidamente lo que activa una acción de esta naturaleza es un proceso complicado que precisa de un examen atento, además de minucioso, y sus lecciones o resultados se rebelan a cabalidad con el transcurso del tiempo cuando la cicatrización de las heridas permite mayor objetividad en la evaluación de dichos sucesos.

Por ello en el caso de la conflagración de Rusia versus Ucrania, y por lo reciente de este acontecimiento, se evitará por ahora asumir una postura referida a las motivaciones de los bandos involucrados. No obstante, hay un aspecto a destacar como condicionante para su continuación o interrupción en el caso de buscarse una solución diplomática.

El presidente ruso, Vladimir Putin, optó en febrero del 2022 ejecutar una empresa bélica en contra de una nación más pequeña, esto, estimando que las probabilidades de triunfo estarían de su lado y a lo mejor calculando un lapso breve para materializar su propósito. Para su pesar, el comportamiento que ha tenido la colisión armada ha dejado entrever que hay factores desfavorables e imprevistos que quizás no se tomaron en cuenta originalmente antes de lanzarse a esta aventura.

La recuperación de territorios por parte de los invadidos, el papel de los aliados de los ucranianos, la prolongación de la ofensiva, así como las protestas de los rusos en contra del primer mandatario y su equipo, han erosionado su imagen y la de su grupo. Por lo tanto, se prepara a ir más allá enviando más soldados e incluso, de ser preciso, amenaza con emplear armas nucleares.

El gobernante comprende que fuera del ingente capital gastado, y de las vidas perdidas, está en juego su permanencia en el poder. Por esta causa, fallar no es una opción para él. La derrota significaría el desencanto de sus conciudadanos, así como de sus aliados y seguidores, con su figura y gestión al mando de una de las grandes potencias contemporáneas existentes, lo que arriesgaría su propia existencia como ser humano y como jefe de Estado. De allí que las amenazas que está lanzando no deben tomarse a la ligera, como cualquier ser acorralado se defenderá de la manera que sea pues de otro modo sabe que se expone a un final deshonroso.

Por interés propio, y de la totalidad de seres vivos que ocupan el planeta, las naciones involucradas en esta coyuntura armamentista -si carecen de la posibilidad de neutralizarlo totalmente- conviene que le procuren una salida o escenario donde se supere esta situación sin comprometer directamente su mandato o su integridad. Es decir, elegir alguna medida en la que se repliegue a su jurisdicción “salvando” su reputación y pudiendo negociar una alternativa pacífica. Se trata de seleccionar el mal menor y no una solución definitiva al problema, pero es lo más factible en la coyuntura actual.

Determinar con exactitud el desenlace de un choque bélico es tan difícil como tratar de prever los efectos de una revolución. No hay garantías absolutas de ¿Quién gana? o ¿Quién pierde? De hecho, más de un Goliat ha caído frente a un David a lo largo de la historia. Pero, al estar aproximándose la humanidad a una confrontación cuyos alcances podrían ir más lejos de lo que inicialmente se ponderó hay que pensar en el bienestar de la mayoría que está siendo perjudicada, directa o indirectamente, por el combate.