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María, Madre de Gracia y Madre de Misericordia

“Su madre dijo a los sirvientes: Cualquier cosa que Él os diga, hacedla” (Jn 2, 5)

Antonio Fernández.- Manifiesta San Agustín, dónde y cómo emerge la vida espiritual en el cristiano católico que de verdad desee obtenerla: “La plenitud de Cristo es la de la fuente; la plenitud de María es la del canal; en Jesucristo está la plenitud de la vida que corresponde a la cabeza, de donde vienen para todo el cuerpo los influjos vitales; en María está la plenitud del cuello, el órgano que las transmite”.

Partiendo de este principio de la fe y confianza en Dios Nuestro Señor, es entender y comprender, asimilar y retener en el alma y corazón que la plenitud de Cristo Nuestro Señor es, en verdad, la fuente de verdad indiscutible y la plenitud de María, su Madre y Madre Nuestra, es el brazo de mar: amplio y extenso que extiende amorosa su gracia y misericordia.

Son bienes que están desde el nacimiento dispuestos por ella al hijo creado por Dios Nuestro Señor, bienes infinitos para por ellos, conducir al pecador a la salvación de su alma, esos bienes los tenemos y sabemos que están en el interior, pero veamos: ¿Cómo utilizamos la memoria, el entendimiento y la voluntad en nuestra relación para con Nuestro Señor?

De ello surge la pregunta: ¿Cómo disfruta toda persona los recuerdos de su vida? Dice el dicho: “Recordar es vivir” y es cierto, vienen a la memoria los acontecimientos pasados que hacen disfrutar los graciosos, simpáticos y familiares, los festejos y regalos de Navidad o cumpleaños, las aventuras, los partidos de futbol, las conversaciones en el antro y sinfín de acontecimientos que deleitan los recuerdos de la infancia, la juventud, la madurez y de ahí en adelante.

Ello no es malo, por el contrario, es motivante y hasta reflexivo: “antes Yo era así, hoy he cambiado” “¿Y cómo ha sido ese cambio?” Algunos recuerdos saltan al pensamiento por alguna situación no grata e indebida que se esquivan, se intentan borrar pero más se arraigan.

El temor de ello intenta hacerlo de lado u olvidarle, pero vuelve, y aunque no se quiera, ese recuerdo se introduce porque se recela pensar en lo que le originó, se titubea sacudir polvos de otros tiempos, que muy bueno será hacerlo para expulsar del alma el atolladero pecaminoso en que se le tiene sumida.

Por lo general esa es la razón, aunque se crea que después de darle vueltas se olvidará o hasta ahí quedó, vuelve y todo intento por borrarlo se debiera comprender que es imborrable hasta sacarla por la confesión y es entonces cuando se podrán redondear esos momentos de la vida personal.

¿Quién recuerda cuando sus padres le llevaron por primera ocasión a la Iglesia? ¿Cuando se asistió a la preparación de la Primera Comunión? Sería memoria privilegiada recordar el día del bautizo o confirmación, pero sí se recordará cuando por las circunstancias de la vida se recibieron los sacramentos a edad mayor.

Se pregunta: ¿Recuerdas esos momentos? ¿Retienes su valor espiritual? ¿Diste seguimiento al compromiso que en cada sacramento te comprometiste? ¿Ofreciste al calor del momento de elevación espiritual, que en lo sucesivo asistirías a la Santa Misa, confesión frecuente, acudir a recibir la Sagrada Eucaristía, habituarte a la oración, rezar el santo rosario, realizar obras de bien y evitar el mal al prójimo? La respuesta cada quien la tiene, sea buena o mala.

De acuerdo a los actos sacramentales de la vida surge una pregunta más: ¿Tienes presente el día en que contrajiste matrimonio religioso? ¿Fuiste y eres consciente del valor que contiene en sí mismo el sacramento del matrimonio? ¿Acaso fue un momento pasajero y efímero del que guardas la fiesta, los regalos, la comilona, la borrachera y lo carnal? ¿Eres consciente en tu vida matrimonial del compromiso que adquiriste ante Dios Nuestro Señor?

Lo más lógico es que entre felicitaciones, apuros y el sermón del Sacerdote todo quedó en el aire, no hay aprecio de saber el gozo que en el cielo originó la celebración de este sacramento, no es de dudar que nada quedó en la mente y el corazón, solamente el hecho.

Terminados los eventos del festejo por el matrimonio se retomaron los actos de la vida diaria del que cada quien tiene su respuesta. La realidad es que se escuchó sin escuchar, dejándose dominar por los nervios, para después decir: “no sabía lo que hacía”, “me engañaron”, “no quería”, cuando en verdad todo se aceptó de voluntad y con libertad, con pleno conocimiento de lo que se está comprometiendo de por vida.

El sacramento del matrimonio instituido por Dios Nuestro Señor desde el principio del mundo, fue elevado por Jesucristo Nuestro Señor a la dignidad de sacramento y la regla principal de su creación Dios la da a conocer a la humanidad de todos los siglos en el Génesis: “Creced y multiplicaos”.

San Agustín enseña: “Haya primero piedad en quien cree y habrá fruto en quien entiende”. Es lógico deducir que quien no cree, cómo va expresar una fe en Dios si carece del don de creer.

Es semejante en aquel que de igual forma no puede tener gusto por algo que no le gusta, nadie va obtener lo que no quiere porque será perder tiempo y dinero, pero quien con sincero y limpio deseo cree en Dios Nuestro Señor y reconoce que en su misión redentora está incluida toda alma que pasa por el mundo, entiende y comprende que debe ir a Él buscando su gracia, esmerándose en ser partícipe de la razón de su venida al mundo.

Entonces será por la devoción conocer del cristiano católico su inclinación de amor y fidelidad a Dios y el fruto de creer es la fe en Cristo Nuestro Señor. Todo lo anterior nos lleva al pasaje donde Nuestro Señor Jesucristo realiza el primer milagro en la Bodas de Caná. En ello encontramos la fe de María su Madre y la intersección de Ella será para todo cristiano católico la puerta de entrada a la gloria.

hefelira@yahoo.com