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Los tormentos de Lutero

Padre Eduardo Hayen.- Por el lugar en donde vivo pasan muchos predicadores evangélicos. Les gusta instalar sus bocinas por las calles y plazas para pregonar su mensaje, que puede ser resumido en esta frase: “acepta a Cristo en tu corazón y serás salvo”. Muchas veces les he escuchado predicar que para salvarse no es necesaria una religión porque el único que salva es Jesucristo. Sus prédicas tienen un estilo muy eufórico, lleno de arrebatos y gritos, que buscan emocionar a la audiencia. He visto a algunos tratando de expulsar al demonio de alguna persona que se siente mal, y así convierten en espectáculo cuestiones tan delicadas como el exorcismo.

Mi intención no es hacer una crítica malsana –mucho menos una burla– a los protestantes tradicionales y a los innumerables grupos evangélicos que se van desprendiendo unos de otros, sino buscar comprender esa mentalidad religiosa –tan diferente a la católica–, que busca la salvación personal únicamente a través de Jesucristo prescindiendo de la Iglesia. Para ello hemos de ir a los tiempos de la Reforma protestante y aproximarnos a Martín Lutero, su fundador.

Se dice que Lutero, monje agustino, se había escandalizado por el comercio de indulgencias y el penoso ambiente moral –tanto del clero regular como del secular–, que encontró durante su viaje a Roma en 1510. Sin embargo, aunque eso favoreció su rebeldía a la autoridad eclesiástica, en realidad no fue lo que detonó la Reforma protestante. El factor más importante que llevó a Lutero a querer reformar la Iglesia fue la mentalidad de miedo en que fue adoctrinado por su padre.

La primera escena de la película “Lutero” (2003), cuando el monje corre bajo una tormenta eléctrica y trata de escapar de la lluvia y los rayos, en medio de angustiosas súplicas a Dios por su salvación, refleja las tempestades que tenía en su conciencia. Lo acompañaba la idea de Dios como un juez severo, pronto para la ira y la cólera, sin clemencia ni misericordia. Vivió atormentado por sus pecados y sufrió de muchos pensamientos obsesivos con la idea de la condenación eterna. Se confesaba varias veces a la semana con el padre Staupitz, quien no lograba tranquilizar su conciencia. En una ocasión hizo una confesión de seis horas. El mismo Lutero dijo: “Si no hubiera sido por el padre Staupitz, me hubiera hundido en el infierno”.

Como sucede con todas las personas escrupulosas, Lutero veía pecado donde no lo había. La mera inclinación al pecado, la sola concupiscencia –esa huella que dejó el pecado original y que todos padecemos como una cierta inclinación desordenada hacia el mal– era para él pecado consumado. Confundía el sentir con el consentir. El padre Staupitz no tenía la capacidad para tratar con la enfermedad psicológica de Lutero y solamente quedaban dos caminos de salida: uno era enloquecer, y el otro era escapar de esos laberintos mentales con la creación de una nueva doctrina que pudiera acomodarse a su conducta y así liberarse de todo reproche de su conciencia. Fue el camino que siguió el agustino.

Decía Jacques Maritain: “El luteranismo no es un sistema elaborado por Lutero; es el desbordamiento de la individualidad de Lutero”, y así fue. El protestantismo no nació como una construcción teológica fruto de una reflexión serena, sino como la respuesta existencial a un hombre atormentado, afirma Bustos Pueche, estudioso de Lutero. Nació como una búsqueda de una doctrina que se acomodara a la mente de Lutero para que no perdiera la cordura.

Él no tenía una formación teológica sólida. Cualquier cosa que no podía interpretar a su favor la rechazaba considerándola errónea. De esa manera estableció que siete libros del Antiguo Testamento y cuatro del Nuevo Testamento no entrarían a formar parte del canon bíblico. Fue Felipe Melanchthon, teólogo y amigo de Lutero, quien luego dio forma doctrinal al pensamiento luterano.

Han pasado casi 480 años de la muerte de Lutero, y hoy por los alrededores de mi parroquia se sigue escuchando la frase protestante-evangélica: “Cierra tus ojos, solo tienes que aceptar a Jesucristo en tu corazón y serás salvo”. Es una frase que resume la idea que tenía el reformador de que basta la fe sin obras para obtener la salvación. Tenía razón Lutero en el sentido de que el acto de fe es el que nos posibilita la salvación, pero el protestantismo insiste tanto en que hay que creer en Jesucristo con mucha fuerza, con mucha intensidad; insiste en que hay que mantener lo más posible el esfuerzo de la fe que, finalmente, ésta termina siendo un acto del hombre, y no un don de Dios.

En su libro “Mirar a Cristo” –decía el cardenal Ratzinger– que hay algunos cristianos que “no quieren obtener perdón alguno, y en general don alguno, de parte de Dios. Quieren el orden puro: no perdón sino justa recompensa; no esperanza, sino seguridad. Con un duro rigorismo de ejercicios religiosos, con oraciones y acciones, quieren procurarse un derecho a su felicidad en el cielo. Les falta la humildad esencial para el amor, la humildad de poder recibir dones más allá de nuestro actuar y merecer”. En el fondo Lutero predicaba un esfuerzo personal para salvarse, lo que le daba seguridad para su conciencia atormentada. No buscaba confiar en Dios, sino la seguridad que Dios lo había salvado.

Los orígenes de la Reforma protestante nos enseñan a comprender porqué nuestros hermanos evangélicos tienen un estilo muy peculiar de predicación y de culto, con canto, alabanza, ruido, aplauso: “¡Cierra tus ojos, solo cree y serás salvo!” “¡Confiesa con tu boca que Jesucristo es el Señor!” “¡Solo él tiene poder!”. Lo importante es sentir intensamente, creer vigorosamente. Ellos no conocen un secreto que tenemos los católicos: la oración silenciosa ante el Santísimo, la soledad sonora, la meditación sosegada, la confianza en la misericordia y la gracia que nos hace esperar la salvación de Dios.