Raúl Ruiz.- Ocurrió en el corazón del valle de Ciudad Caótica. Es la historia de un barrio conocido como Sombraplana, donde yace la comunidad más pesarosa y triste de todas las partículas de la sociedad en Ciudad Caótica.
Un lugar donde las sonrisas no abundaban y la amabilidad era una leyenda de antaño. Los habitantes, marcados por el mal de la misantropía, vivían encerrados en sus propios mundos, desconfiados y reacios a las relaciones humanas. Negativos. Nada les era suficiente.
Sus casas eran reflejo de sus moradores: estructuras frías y descuidadas, de colores apagados, que parecían gemir bajo el peso del tiempo y el abandono. Los jardines, si es que así podían llamarse, eran campos de hierbas secas y flores mustias, incapaces de florecer en un ambiente tan hostil. Basureros.
Las calles, antaño bulliciosas con las risas de los niños, ahora estaban desiertas, llenas de grietas, baches y escombros. El aire, cargado de una melancolía palpable, se hacía pesado al respirarlo.
Los pocos transeúntes que se aventuraban salir de sus casas caminaban con la cabeza baja, evitando el contacto visual, como si temieran que una mirada pudiera robarles su soledad.
En este inhóspito escenario vivía Ángela, una joven que, contra todo pronóstico, se negaba a dejarse consumir por el desdén de su comunidad.
A pesar de haber crecido en un ambiente de desconfianza y aislamiento, Ángela poseía un anhelo insaciable por la conexión humana y una voluntad inquebrantable de cambiar la sombría realidad de Sombraplana, y ¿Por qué no?, de toda Ciudad Caótica.
Cada mañana, con una perseverancia admirable, Ángela salía al centro del parquecito y colocaba una mesa con flores frescas, las pocas que lograba hacer florecer en su pequeño invernadero. Invitaba a los transeúntes a detenerse, a sentarse un momento y a compartir una conversación, aunque solo fuera por unos breves minutos.
Al principio, pocos se acercaban, mirándola con recelo y desconfianza. Pero poco a poco, su constancia empezó a despertar algo en los corazones adormecidos de los habitantes de Sombraplana.
Primero fue un anciano que compartió historias de su juventud, luego una madre con su hijo, que anhelaba el simple placer de una charla amigable.
Pasaron de los episodios terribles cuando la narcoguerra dejó tantísimas viudas y huérfanos, hasta estos momentos donde se percibe ya un cambio. Pero no hay aprecio a la renovación.
Con el tiempo, y gracias a los esfuerzos de Ángela, la comunidad comenzó a transformarse. Las casas, inspiradas por la calidez que ella irradiaba, empezaron a ser reparadas y pintadas con colores vibrantes.
La gente dejó de tirar basura a su paso y la higiene derritió la hosquedad que derruía sus tristes corazones. Los jardines florecieron y las calles se llenaron nuevamente de vida y risas. Dejaron de atacarse entre sí y joder a sus autoridades.
Sombraplana, el lugar que una vez sufrió bajo el yugo del desdén y la soledad, se convirtió en un símbolo de esperanza y renovación. Todo gracias a una joven que se negó a aceptar la fealdad y la miseria como destino.
¡Naaaa! No es cierto.
Sombraplana nunca dejó de ser la sede mundial de la misantropía. Ángela solamente fue un personaje ficticio sacado de las catacumbas mentales de un escéptico, interesado en hacer sentir bien a la perrada en época navideña, cosa que obviamente tampoco logró, pues el grueso de sus lectores vivía en Sombraplana.
El punto es, que la Navidad en Ciudad Caótica, como siempre, no fue blanca, fue más bien roja, pero más que nada, verde.
Núcleo alimentador de todos los grinchs de la comarca.