Omar Gómez.- A finales de la década de los 70 mis abuelos maternos se mudaron a un complejo urbanístico construido por el Estado para las clases populares o personas asalariadas. Las edificaciones, eran construcciones de cuatro pisos con igual cantidad de departamentos por nivel y además de todos los servicios públicos, contaban con estacionamientos, jardines; así como áreas de esparcimiento y recreación.
En la planta baja del edificio que ellos ocupaban, vivía una solitaria señora de entre unos sesenta o setenta años de edad y cuyo carácter era difícil. Delgada y cabello blanco. Se decía que tenía hijos pero casi nunca la visitaron -o al menos no recuerdo que lo hayan hecho. Con poca frecuencia salía de su residencia pero cuando lo hacía siempre vestía con una camisa morada y una falda negra que le llegaba un poco más abajo de las rodillas -como si de un uniforme se tratara.
Lo que más destacaba en ella era una deformación que tenía en sus extremidades inferiores, considerablemente arqueadas, de manera que debían restarle unos 15 o 20 centímetros de estatura. De hecho, el borde inferior de su angosta vestimenta evitaba que sus piernas se doblaran más aún, ya que le sostenía las articulaciones sirviéndole de soporte, sobre todo, cuando venía del mercado cargando pesadas bolsas para una persona de su edad y con su alteración física. Resultaba angustioso observarla caminar pues daba la impresión de que los miembros que le servían para desplazarse de forma tan lenta se partirían en cualquier momento.
Junto al departamento de la dama quedaba una plaza que era el punto donde se reunían los niños para jugar casi siempre con una pelota y haciendo mucho ruido. Esta situación con frecuencia molestaba a la señora, quien se asomaba por la ventana reclamando de manera brusca -y hasta grosera muchas veces- para que no golpearan su pared con los balones o para protestar por el maltrato que se les hacían a las plantas allí sembradas.
El comportamiento de esta mujer mayor le granjeó la animadversión de niños, padres y de algunos vecinos del sector, quienes hacían uso del espacio acondicionado para el disfrute de todos. La señora caía mal, pues se atrevía a interferir en el entretenimiento de los pequeños, lo que fue motivo suficiente en muchos casos, para odiarla y hacerle desplantes. Como su defecto recordaba a unos juguetes muy populares en la época, es decir, a unos vaqueros de plástico que cuando se desmontaban de sus cabalgaduras quedaban en posición semejante a la de la doña; sus detractores le colocaron el mote de: La Vieja que Monto a Caballo. De este modo, muchos la llamaban.
La situación se mantuvo invariable hasta la muerte de la matrona. Ella luchando por reivindicar lo que consideraba sus derechos; y los pequeños, así como sus progenitores, también. De manera, que no era infrecuente los dimes y diretes entre las partes. No obstante, al recordar el rostro de la fémina, me parece observar en esa mirada que pretendía ser furiosa; ciertos rasgos de miedo, soledad y desesperación.
La anciana envejecía sola y quizás lo que defendía no era ni el muro ni las plantas que bordeaban la plaza, sino un reducto de seguridad que la protegiera de un mundo con el cual se le hacía cada vez más difícil lidiar. Ella era como una especie de animalito que, ante un depredador más fuerte, asume posturas y gestos amenazantes sabiendo en el fondo que todo está perdido y que ya nada de lo que haga lo salvara de su horrible destino.
Después de casi cuatro décadas de su fallecimiento, y cuando rememoro estos episodios, me parece escuchar gritos desesperados de auxilio. La doña no supo transmitir lo que en realidad sentía, necesitaba y deseaba; pero tampoco quienes la rodearon fueron capaces de interpretar los sentimientos y emociones que subyacían en su interior.
Por lo acecido, es evidente que la comunicación intergeneracional debe ejercitarse para que tengamos sociedades más justas y menos difíciles para los ancianos. Este diálogo, como herramienta, no solo tiene que ser aportado a los grupos más jóvenes (quienes en este relato poseían la ventaja de su vigor) sino también a los mayores para que sus comportamientos actuales, no vayan en contra de ellos mismos, además de que puedan obtener de forma adecuada respuesta a sus demandas y/o necesidades ante la sociedad. Por consiguiente, también a los mayores hay que recordarles y/o enseñarles cómo comunicarse.
Hay que superar antiguas consejas que sostienen que “loro viejo no aprende a hablar” o “chango viejo no aprende maroma nueva”, mejor dar capacitación a los adultos mayores para que en su vejez, sepan demandar sus derechos sin conseguir enemigos o caer situaciones difíciles al hacerlo. Por ello, toda iniciativa que ayude a los ancianos a adaptarse a su entorno, a mantenerse vigentes en él o reinsertarse en los mismos, debe ser estimulada. Con esto se evitaran analfabetas comunicacionales que sin proponérselo reproduzcan tristes situaciones como la anteriormente relatada y de la que ya nadie se quiere acordar por lo dolorosa que resultó.
De acuerdo a lo señalado, desde “Sumando Esfuerzos por Juárez A C” queremos felicitar a nuestra organización hermana, el Centro de Desarrollo Integral para el Adulto Mayor “Girasoles A C” por su extraordinaria labor en pro de los mayores. Son pocas las instituciones que escuchan los pedidos de auxilio de los adultos y apuestan por este sector de la población. Ellos están demostrando que no se trata de inversiones perdidas de ninguna naturaleza y que, por el contrario, más bien son aportes muy redituables en todos los aspectos para la sociedad.
Que Dios tenga a la anciana en su gloria y que los que estamos presentes sepamos sacar una enseñanza buena de su vida para que la existencia de esta dama no haya pasado en vano.