Soc. Omar Jesús Gómez Graterol.- La vulgaridad, entendiendo el término como mediocridad, falta de respeto, ataques injustificados o procedimientos que infringen la convivencia social y política, es una característica que se ha ido acentuando en nuestra cotidianidad, permeando los modos de relacionarnos como individuos, comunidades, grupos y sociedades.
Este fenómeno implica dejadez o ausencia de esfuerzos para brindar lo mejor de nosotros mismos a otros y procurar escenarios de coexistencia pacífica. No es algo desconocido o novedoso, puesto que históricamente en toda civilización existen prácticas que se consideran no deseables o degradantes.
Por lo señalado, la grosería correspondería a un defecto que atenta contra la funcionalidad pública, perjudicando aquello que fomenta la armonía. Se puede evidenciar en cualquier persona o sector indistintamente de su estatus o género (todos somos proclives de incurrir en la misma). Desgraciadamente, participan de esta el ciudadano común en la calle, los estudiantes en las escuelas y universidades, trabajadores y empresarios, entre otros. En ella, la noción de vergüenza o del ridículo se pierde, viciando a quien la ejerce y a quien la padece.
Como recurso, en un corto lapso, la descortesía posee cierta fascinación que la hace, para algunos, seductora y utilizable. Lo que, por consiguiente, redunda en que esta manifestación no desaparezca. Incluso, muchos se jactan de no ser hipócritas, ostentar un temperamento franco y decir las cosas directamente porque son “transparentes”, cuando saben perfectamente que proceden con crueldad y que hay maneras de comentar los asuntos sin humillar, generar resentimientos o dolor en el prójimo.
Dicha estrategia de interacción con los otros es de alcance reducido, el sujeto soez y quienes le acompañan se encaminan con frecuencia a terminar aislados, además de rechazados. Su conexión con los demás corre el riesgo de estropearse y si bien, por lo general, es raro que se prescinda de ellos en lo inmediato, constantemente pende sobre estos la amenaza de la exclusión o del ostracismo.
En el ámbito de lo político, tristemente, a lo interno y externo de las naciones observamos cada vez más líderes que ofenden y agreden a sus homólogos o a sus poblaciones. Los acusan de “demonios” o hablan de que les “besarán el culo”, entre otros conceptos peyorativos. El agravante viene dado porque el discurso chabacano al desgastarse necesita caer más bajo e incrementar su intensidad para estar vigente.
Lamentablemente, sus autores suelen ser personajes con presencia e influencia frente a las masas, afectándolas con estos pobres ejemplos. Al tomarse como mentores, se adoptan sus infamias y se multiplican estas, dañando el tejido social. De igual forma, sus promotores son incapaces de canalizar adecuadamente las emociones o sentimientos exponiéndolos siempre nocivamente.
La invitación es a emplear un lenguaje apropiado que fortalezca los vínculos interpersonales. Comprender que la actual moda o costumbre de proferir palabras obscenas o fuera de lugar para interpelar a nuestros interlocutores, es en realidad un acto de bajeza donde la ignorancia conlleva cada día a la deshumanización. Afirmar que la libertad de expresión es un derecho no significa que se nos dé la autoridad para violentar o dañar a nadie.
Los insultos están a la orden del día y el más fuerte está volviendo a obtener ventajas en referencia al más débil solo porque tiene la facultad de someterlo, lo que no se debe seguir permitiendo. Como ciudadanía tenemos que estar alertas ante las mencionadas acciones y repudiarlas, en ninguna circunstancia las normalicemos. Hoy está afectando a otros, pero tarde o temprano seremos nosotros las víctimas.