Daniel Valles.- La cultura de una sociedad está íntimamente ligada a sus creencias fundacionales, muchas de ellas de origen religioso o espiritual, que moldean valores, costumbres y formas de convivencia. Egipto, Grecia, Roma y las civilizaciones mesoamericanas como la mexica, compartieron esta visión: una cosmovisión que daba sentido a sus normas sociales.
Sin embargo, la corrupción no distingue culturas: está presente en todos los países. Lo que sí varía es el grado de aceptación o rechazo que las sociedades muestran hacia ella. En México, ciertos rasgos culturales —como la emotividad, el dramatismo y la permisividad ante la inconsistencia y la impunidad— han contribuido a normalizar prácticas deshonestas.
Steven Covey advierte que nuestras acciones provienen de “mapas mentales” sobre cómo son y cómo deberían ser las cosas. La corrupción, en este sentido, es muchas veces el resultado de percepciones distorsionadas que no se cuestionan y se asumen como naturales.
La integridad, en cambio, representa actuar con rectitud y consistencia entre lo que se dice y lo que se hace. Filósofos como Séneca y pensadores como Benjamín Franklin lo explicaron claramente: hablar con verdad y actuar en consecuencia es la base para relaciones humanas confiables y justas.
México enfrenta un desafío grave. Según Transparencia Internacional, se encuentra en la posición 140 de 180 países en el Índice de Percepción de la Corrupción. A nivel regional, figura también entre los países con peor desempeño, debido a la falta de investigación y sanción efectiva. La CNDH estima que el costo directo de la corrupción en servicios públicos supera los 7 mil millones de pesos.
Frente a esta realidad, el fortalecimiento de la integridad y la ética pública se vuelve urgente. Es necesario transformar nuestra cultura institucional hacia la transparencia, la rendición de cuentas y la eficiente gestión de recursos. La lucha contra la corrupción debe dejar de ser solo un discurso y convertirse en una práctica sostenida.
La transformación cultural comienza por reconocer y cuestionar nuestras propias creencias y actitudes. Hacer los ajustes que se requieran, después de un acto de conciencia valiente y decidido.
Avanza sin Tranza no solo capacita en normas y procedimientos institucionales, sino que provoca una profunda reflexión cultural y ética personal en cada integrante de la comunidad entera para generar agentes multiplicadores de cultura íntegra que transformen la comunidad donde se desarrollan y viven. Y eso es, El Meollo del Asunto.