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La crisis constitucional obliga a replantear el papel de los poderes

Alejandro Zapata Perogordo.- El conflicto existente entre el Ejecutivo y Legislativo en contra del Poder Judicial de la Federación y la H. Suprema Corte de Justicia de la Nación, ha puesto en vilo el sistema de gobierno adoptado desde la Constitución de 1824, trastocando con las recientes reformas a su texto los principios básicos; elementos que son considerados como pétreos y no pueden ser modificados o reformados sin quebrantar el orden constitucional y, en este caso, el Estado de Derecho.

El régimen de división de poderes constituye uno de los valores más preciados desde la fundación de la República, se construyó sobre la base de los equilibrios y contrapesos, con el ánimo de dotarlos de independencia y autonomía, aunque relacionados y coordinados entre sí, sin estar supeditados uno del otro.

Al paso del tiempo, las facultades de esos tres poderes soberanos han evolucionado sin romper el origen para el cual fueron creados, adecuando sus atribuciones conforme a las necesidades y requerimientos de la sociedad y del Estado, entre otras, la substanciación y tramitación del juicio de amparo; las controversias constitucionales y las acciones de inconstitucionalidad, que corresponden a la competencia de los órganos de la judicatura federal.

Pues bien, la unión entre dos poderes con el propósito de desmantelar al Poder Judicial Federal y a sus correlativos en las entidades federativas, no solamente causa un gran peligro al Estado mexicano, sino también, a los gobernados, que valga decir, son ajenos a ese conflicto político.

Abrir la puerta para elegir previo sorteo a los jueces y magistrados por el voto popular, es un juego perverso, pues amén de tener en sus manos la preselección de las candidaturas, también cuentan con la estructura electoral para sacar adelante sus propuestas, lo que indica además una mera formalidad.

El criterio que han seguido, según la fórmula oficial impuesta en el pasado sexenio, es que las personas propuestas para ocupar cualquier cargo deben tener un noventa por ciento de lealtad y el diez por ciento restante de capacidad; ya lo hemos experimentado con la designación de la última ministra.

Luego, entonces, es muy factible que lejos de perfeccionar el sistema de impartición de justicia, solamente tengamos tribunales de consigna, anulando de esta manera la alta función que tienen encomendada los jueces. Se acaba la carrera judicial y la inamovilidad, para dar paso a la proyección política, los favoritismos, las campañas veladas y los compromisos electorales.

La consecuencia es obvia, se nulifica un Poder que es contrapeso, para ejercerlo cual botín por el Ejecutivo y Legislativo, que finalmente el segundo se encuentra completamente subordinado al primero, haciendo el trabajo de fontanero.

Si el deseo es un país que realmente se transforme, ese no es el camino indicado, pues no ayudan esos mecanismos para el fortalecimiento de la democracia; es más, de antemano se prevé, por las enormes complicaciones de logística y operatividad, el fracaso en la elección de jueces y magistrados.

Estamos enfrascados en un pleito que se ha llevado a los extremos, lo prudente es hacer un alto en el camino y replantear con seriedad y responsabilidad la ruta adecuada para encontrar la eficacia y eficiencia de los tres poderes del Estado Mexicano.