Inicio EL MEOLLO DEL ASUNTO La cosecha amarga

La cosecha amarga

Daniel Valles.- Las marchas siempre han sido termómetros del país. A veces miden indignación legítima; otras, manipulación. Pero la de estos días —la que hemos visto fragmentada en videos, testimonios, empujones, gritos, encapuchados y jóvenes replegados para no ser confundidos— no es una marcha más, es la radiografía en movimiento de una nación fracturada.

Lo dije desde 2018, y otros también: cuando un gobierno siembra polarización, no está sembrando debate, está sembrando enemistad. Y la enemistad, como la mala hierba bíblica, crece rápido, se enreda, ahoga lo bueno y al final da fruto. No un fruto comestible, sino uno amargo, dañino, venenoso. La cizaña nunca ha alimentado a nadie. Pero siempre intoxica.

Hoy, esa semilla —cultivada a golpes de discurso, de mañanera, de etiquetas, de “fifís” contra “pueblo bueno”— está dando su primera cosecha. ¿Y qué estamos viendo? Chorros de resentimiento en forma de botellas lanzadas, estridencias en forma de petardos, vallas convertidas en trincheras improvisadas, jóvenes replegándose hacia el centro para que no los confundan con los violentos, como quien intenta proteger un resto de dignidad en medio del desorden.

Nada de esto sorprende. El país lleva años entrenado para desconfiar del otro. Para odiar al vecino que piensa diferente. Para creer que el adversario político es una bestia moral a la que hay que exhibir, no escuchar. Era cuestión de tiempo para que la tensión dejara de ser discurso y se volviera músculo: puño cerrado, piedra en mano, consigna rabiosa.

Y mientras tanto, los medios hacen lo que saben: capturar el estallido, no la causa. La forma, no el fondo. Repiten la escena del encapuchado, del policía en tensión, de los jóvenes arrinconados, pero no dicen que esta violencia visible nació de una violencia invisible: la violencia del nosotros contra ellos.

Un país no despierta violento de un día para otro. Se va caldeando. Se va tensando. Se va acostumbrando a tragarse la división como medicina. Hasta que, un día cualquiera, sale a la calle la factura.

La pregunta es quién se beneficia. Porque detrás de cada grupo violento aparecen los mismos sospechosos de siempre: infiltrados profesionales, agitadores de ocasión, radicales de alquiler y uno que otro iluminado que cree que romper vallas es lo mismo que cambiar al país. Cada marcha es un teatro donde el poder mide pulsos, tensiones y narrativas. Y esta, en particular, revela dos cosas:

1. El país está harto. Pero harto de verdad, no en modo tuitero. El enojo está encarnado, no redactado.

2. El país está dividido. No en dos partes iguales, sino en múltiples pedazos que ya no saben reconocerse entre sí.

Y aquí viene lo más preocupante: La polarización ya no es un método electoral. Es una cultura. Un hábito. Un reflejo. Una forma de interpretar la realidad.

El gobierno que hoy llama a “la unidad” es el mismo que hace años incendió la pradera. Y ahora, cuando ve las llamas subir por las piernas, pide agua. Cosa curiosa: quienes siembran cizaña siempre olvidan que ellos también tienen pies.

Este país no necesitaba otra marcha. Necesitaba una reconciliación real. Una pedagogía del respeto. Un liderazgo que uniera, no que clasificara ciudadanos como si fueran ganado moral. Pero eso no se hizo. Y la nación, como campo abandonado, está produciendo lo único que puede: maleza.

Las evidencias están ahí, al aire libre, grabadas en cada celular que estuvo en la marcha. Jóvenes asustados. Encapuchados agresivos. Policías tensos. Miradas endurecidas. Gritos que ya no son consignas, sino acusaciones existenciales. Esto no es política. Esto es rencor social en formato de desfile.

Si alguien todavía cree que la polarización es un concepto abstracto, lo invito a ver las calles. No las cifras. No los discursos. Las calles. Ahí está la verdad. Y la verdad es que México está caminando con el pulso acelerado y la mandíbula apretada.

¿Se puede revertir esto? Sí, pero no con slogans. No con “abrazos”, ni con “humanismo”, ni con llamados tibios desde un podio blindado. Se revierte con instituciones fuertes, educación ética, justicia real, diálogo entre adversarios, responsabilidad del liderazgo y una prensa que no convierta cada chispa en un incendio mediático.

Pero para eso hace falta un país que quiera madurar. Y en este momento, México apenas está probando los frutos de su propia siembra. Y el gusto, créame, es amargo. Ahí y así, El Meollo del Asunto.