El escritor mexicano Felipe Montes (Monterrey, 1961) descubrió cuando era niño la intensidad y la variedad de su entorno, una región con fuertes contrastes climatológicos, geológicos, económicos y sociales. Campo y ciudad confluyen en un ambiente que se le mostró maravilloso y violento, y que él se ha empeñado desde los trece años en trasladar al papel.
Autor singular por las dimensiones de su proyecto escritural, Montes se planteó escribir Monterrey, lo que tiene más de un sentido: lleva toda la vida escribiendo la región, haciéndola literatura, pero además lleva toda la vida escribiendo Monterrey, que es el título con el que engloba lo que él llama un gran poema narrativo y que ya abarca diferentes sagas, novelas río y narraciones breves que se integran a la manera de las obras de Balzac y de Zolá, pero en clave de un realismo mágico renovado.
Porque Monterrey, el proyecto de vida de Felipe Montes, es un intrincado y frondoso laberinto con puertas y pasajes en clave de narrativa poética o de poesía narrativa, aunque para él es poco importante la identificación de su obra con uno u otro género: los géneros, afirma, son divisiones editoriales útiles solo para librerías y bibliotecas.
Con una formación profesional en Ciencias Naturales —es ingeniero agrónomo— en cuyo seno desarrolló su literatura, Montes toma elementos de su entorno que fusiona con la mitología local y su mundo interno, produciendo un realismo mágico muy crudo y extenso que él llama naturalismo fantástico. En este contexto, La Hacienda de la Soledad es, tanto en el uso del lenguaje y de las herramientas literarias como en la historia que cuenta, su obra más completa.
Lo primero que destaca ante la vista del lector en La Hacienda de la Soledad es la riqueza formal que se despliega en el lenguaje. ¿Qué relación guarda esto con el tema de la obra?
La labor de un literato es la de un joyero, la de un mecánico, la de un fisioterapeuta. Ya dijo Octavio Paz que “forma es fondo”, y yo creo en Paz.
Concibo las formas gramaticales como recursos literarios, así que para mí son muy importantes las decisiones acerca de la persona, el número y el género gramaticales, las estructuras sintácticas, la elección del discurso para cada sección, la disposición de una tonalidad general para la novela y de un tono específico para cada fragmento, cada ambiente y cada personaje.
Con base en estas elecciones construyo cimientos, levanto muros, abro ventanas y terrazas, de manera que la armonización de los diferentes elementos llega a ser más complicada, pero arroja resultados mucho más ricos.
¿Qué retos le representó mantener este tono por las casi cuatrocientas páginas de la novela?
La necesidad de contagiarme de él en cada jornada de trabajo en que la retomaba. Pero, también, y creo que esto es más importante, el gusto de escribir nuevos fragmentos sin ese contagio, al menos de forma evidente, y el nuevo desafío de armonizar ese tono determinado con la sinfonía completa. Si toda la novela presentara el mismo tono, o no rebasara límites estrechos en cuanto a esta variable, me perdería yo de gran parte de la diversión, y el lector recibiría una obra, si bien más homogénea, menos aventurada, con menos pasillos, pasadizos y habitaciones, y nuestra experiencia se vería limitada.
Pinta un Monterrey imponente, con un paisaje abrumador poblado por “bestiales nubes”, “sanguinolentos dientes que se derraman sobre los edificios y los terrenos baldíos” o ejemplares de la flora y la fauna locales. ¿Cuál es el papel que asigna al ambiente en su novela?
Para mí, el ambiente es fundamental. Te voy a decir cómo aparecen en mí las ideas para las diferentes novelas que integran Monterrey. Primero elijo un título, o lo diseño, a partir de las miles de páginas que tengo escritas en versiones muy sucias, pero también muy orgánicas. Ese título me ofrece el segundo elemento, del cual ya platicamos: el tono.
He leído que buena parte de los sinfonistas deciden primero la tonalidad de una obra orquestal que están por componer y de ahí les surgen las ideas particulares. Lo mismo me pasa. El título me da el tono, y el tono me da un ambiente. Es decir, me pregunto: ¿cuáles ambientes de la región en la que vivo son congruentes con el tono que busco? Y así me da por pensar que, para un tono violento, me agrada desarrollar las acciones en el interior de una fábrica abandonada, o que, para un tono etéreo, éstas pueden ocurrir en el amplio jardín de alguna casa.
Una historia se convierte en otra simplemente por sustituir el ambiente en que sucede.
Juárez Hoy