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El poder necesita ciudadanos despiertos

Lic. Héctor Ramón Molinar Apodaca (Facilitador Privado Número 24).- En México solemos hablar mucho del poder: del presidente, de los gobernadores, de los diputados, de los jueces. A veces lo hacemos con esperanza, otras con enojo, y casi siempre con la sensación de que el poder es algo ajeno, distante, inalcanzable. Sin embargo, pocas veces hablamos de la otra mitad de la ecuación: los ciudadanos.

Y es que, sin ciudadanos activos, críticos y participativos, cualquier poder –por más democrático que se presente–, termina por corromperse o volverse ineficaz. La historia enseña que un pueblo pasivo abre la puerta al abuso, a la corrupción o, en el mejor de los casos, a la indiferencia. Por el contrario, un pueblo despierto y consciente obliga a los gobernantes a recordar que el poder es un préstamo, no un patrimonio personal; una función de servicio, no un privilegio.

La democracia se ejerce más allá de las urnas. Votar es indispensable, pero el poder ciudadano no se agota en las urnas. El voto es apenas el punto de partida, no la meta final. Después de cada elección comienza lo verdaderamente importante: la vigilancia, la exigencia y la propuesta.Una democracia madura se construye cuando los ciudadanos entienden que su papel no termina el día de la elección, sino que se multiplica al día siguiente. Los cabildos abiertos, las audiencias públicas, los presupuestos participativos, las asociaciones civiles, los colectivos barriales, los observatorios ciudadanos y hasta las redes sociales –cuando se usan con responsabilidad–, son escenarios de participación que fortalecen la vida pública.

Cada ciudadano que se organiza, que presenta una queja formal, que interpone un amparo, que exige transparencia, que acompaña a las víctimas de injusticias, que defiende el medio ambiente o que promueve la solidaridad con los más vulnerables, está ejerciendo poder real. Es importante reconocer que la ciudadanía también se puede equivocar si su participación se convierte en mero linchamiento o en un desahogo de frustración. No se trata de vivir en confrontación permanente con las instituciones, ni de pensar que todo lo gubernamental es enemigo. Se trata de construir con firmeza y respeto.

La ciudadanía responsable sabe señalar errores, pero también aplaudir aciertos. Critica con argumentos, no con insultos. Propone alternativas, no se limita a quejarse. Esa diferencia es fundamental: pasar de ser “espectadores indignados” a ser protagonistas responsables.

Hoy tenemos un déficit de propuestas. Hay indignación, hay hartazgo, pero no siempre hay rutas claras. Ser ciudadano despierto significa transformar la energía del enojo en acciones positivas: iniciativas, denuncias bien planteadas, campañas de educación cívica, ejercicios de transparencia y, sobre todo, ejemplo personal de coherencia. Los servidores públicos tienen la obligación de ejercer el poder con humildad, con visión de servicio y con rendición de cuentas. Pero esa exigencia sólo se sostiene cuando hay una ciudadanía que no se vende, no se cansa y no se conforma.

Un gobierno sin presión ciudadana tiende a acomodarse. En cambio, cuando hay ciudadanos que exigen, los gobernantes deben recordar que el poder es temporal, que no les pertenece, que se ejerce sólo por mandato de la comunidad. Es cierto que muchas veces, los ciudadanos se sienten desarmados frente a estructuras enormes, frente a intereses económicos, frente a partidos que parecen sordos. Pero la experiencia muestra que cuando la ciudadanía se organiza, logra cambios reales; desde detener proyectos dañinos hasta impulsar reformas de justicia, desde rescatar espacios públicos hasta promover leyes más justas.

El papel ciudadano no sólo es vigilar al poder, sino también educar y transformar la cultura política. Una sociedad que normaliza la trampa, la mordida o la impunidad nunca podrá exigir con fuerza a sus autoridades. El cambio comienza en lo cotidiano: en respetar el semáforo, en no dar sobornos, en participar en las juntas escolares, en informarse antes de opinar, en debatir con respeto, en no vender el voto. Se trata de una cultura cívica integral, donde el ciudadano no espera todo del Estado ni todo de los políticos, sino que asume su responsabilidad. Y esa es, quizá, la verdadera revolución pendiente en México: una ciudadanía activa, consciente de su poder y comprometida con el bien común.

El poder sin ciudadanos despiertos se degrada. Los ciudadanos sin poder se frustran. La verdadera democracia ocurre cuando entendemos que ambos, gobernantes y gobernados, somos corresponsables de lo que vive México. Hoy necesitamos menos apatía y más participación; menos miedo y más propuestas; menos indiferencia y más conciencia. El poder es pasajero, pero la ciudadanía es permanente. Y cuando se organiza, es invencible.