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El manto protector

Raúl Ruiz.- Lo persiguieron hasta la azotea del quinto piso, de aquel edificio en construcción. No era solo una banda de chamacos bullying detrás de él, eran una runfla de matones que lo querían desaparecer.

Conocido como enamorado y pendenciero, sobrevivió un buen tiempo, hasta que se le volteó el santo. Nadie sabe quién le mandó montón, pero esta vez parecía ser su última camorra.

Acorralado, quedó al borde de la construcción. Estaban por poner los muros del sexto y último piso de ese proyecto de albañilería, y había mucha grava y arena suelta por el piso.

Habría preferido ponerse un calzado menos resbaladizo, pero prefirió las botas vaqueras. Los amenazantes persecutores lo amagaban con lanzas picudas para obligarlo a caer.

¡Resbaló!, pero alcanzó a agarrarse de una tubería de agua en la saliente de la pared. Querían pisarle los nudillos para que se soltara, pero una voz los detuvo. ¡Déjenlo ya! Ordenó.

La tarde era luminosa, en tonalidades rojas, y el calor rebasaba los 40°C. Los gamberros se fueron. Agarrado de la cornisa y a punto de desfallecer, alcanzó a ver en contraluz la figura entrecortada de su salvador.

Era calvo y traía una capa guinda de satín, misma que desabrochó y se la tendió al maltrecho perseguido. Al incorporarse, lo reconoció.

– ¡Carlos! Muchas gracias.

– De nada tocayo. Póngase a trabajar.