Raúl Ruiz.- Hay una típica escena en las películas de vaqueros. El caballo del “muchacho” se desbarranca y se le rompe una pata. Al parecer, cuando esto ocurre, lo mejor que puede hacerse, es sacrificar al caballo. Hay una toma en close up cuando el vaquero, con rostro casi lloroso, compungido, se quita el sombrero y le dedica unas últimas palabras de despedida a su binomio.
– “Fuiste un gran compañero y ahora sufres, querido amigo. Tengo que ayudarte, aunque se me rompa el alma.” Le dice al cuaco.
Luego vemos una toma en contrapicada, cuando desenfunda la 38, Smith & Wesson, y le dispara en la cabeza. Música de violines como fondo. El vaquero le quita la silla, se la echa al hombro y camina hacia el ocaso. La noche está por caer y el viento comienza a agarrar fuerza en el desierto. Atrás queda el jamelgo muerto, carroña para los buitres.
La escena cobra interés en el contexto político, en tratándose de los partidos que quedaron más que cojos, mutilados por el torrente guinda de las pasadas elecciones. Verlos renguear lastimosamente en sus preparativos rumbo al 27, me mueve a extraer del cajón de la teorética, la teoría del caballo muerto.
La “Teoría del Caballo Muerto” es una metáfora satírica que describe cómo las personas, organizaciones o gobiernos insisten en mantener estrategias, proyectos o ideas que han demostrado ser inviables o ineficaces, en lugar de aceptar la realidad y cambiar de enfoque.
Esta teoría no tiene un autor específico, pero se cree que proviene de antiguas metáforas de los nativos americanos. La idea central es que, si descubres que estás montando un caballo muerto, lo más sensato es bajarte y dejarlo. Sin embargo, en la práctica, muchas veces ocurre lo contrario.
Algunas de las medidas absurdas que se toman incluyen:
– Comprar una nueva silla de montar para el caballo.
– Mejorar la alimentación del caballo, a pesar de que está muerto.
– Cambiar al jinete en lugar de abordar el problema real.
– Organizar reuniones para discutir cómo aumentar la velocidad del caballo muerto.
– Crear comités o equipos de trabajo para analizar el problema del caballo muerto desde todos los ángulos.
Esta teoría pone en evidencia cómo muchas personas y organizaciones prefieren negar la realidad y desperdiciar tiempo, recursos y esfuerzos en soluciones inútiles, en lugar de aceptar el problema desde el principio y tomar decisiones más inteligentes y efectivas.
Hay otros más necios, que sugieren:
1. Comprar un látigo más fuerte y aterrador.
2. Amenazar al caballo con matarlo.
4. Nombrar un comité para estudiar el caballo.
5. Organizar visitas a otros países para ver cómo otros montan caballos muertos.
6. Reclasificar el caballo muerto como un ser “con problemas de vida”.
7. Contratar contratistas externos para que se ocupen del asunto. No importa el costo.
9. Realizar un estudio de productividad para ver si jinetes más ligeros mejorarían el rendimiento del caballo muerto.
Y así veo a mis amigos prianistas aferrados a competir en su pulverizada alianza transgénero. Pienso que desmontar y abandonar el intento fallido no solo es posible sino altamente recomendable. La lista de “estrategias diferentes” reduce la solución aparentemente simple al absurdo.
Parece que nos encontramos ante una mezcla exasperante de pensamiento colectivo, ceguera voluntaria y pensamientos ilusorios. Algo impide a los panuchos, y lo que queda del tricolor, hacer lo obvio: bajarse del caballo muerto y abandonar la causa perdida.
La voluntad de bajarse del caballo está ahí, pero nadie sabe cómo hacerlo, ni qué medio de transporte utilizar después. La facilidad de saltar a Morena o la dificultad de crear un nuevo partido, los tiene indecisos.
Primero que nada, requieren de un certificado de defunción más contundente que los resultados electorales para luego organizar un digno funeral al pobre caballo muerto, pero no, les encanta estar enfrascados en un eterno juego de pasarse la pelota y buscar un elixir resucitador sin importar la inversión financiera o emocional en juego.
Ya que el daño a la reputación que se produce al abandonar el caballo muerto es demasiado alto, retirarse con elegancia parece imposible. Preferible vivir una mentira incómoda a admitir que el caballo murió y debería ser enterrado a tres metros bajo tierra. No quieren echar leña al fuego del engaño colectivo.
Los caballos muertos son una oportunidad para aceptar las cosas como son. Yo recomiendo que, en cuanto te des cuenta de que estás montando un caballo muerto, no dudes en desmontar y buscar uno con un mejor historial de salud.
Otra opción es hacerte el loco y comprometerte estoicamente con la resurrección del caballo, para demostrar la inutilidad de todo el esfuerzo y fingir que el caballo solo estaba en un estado de aparente muerte.
Hay que ver cuántos se quedan a velar el caballo muerto y cuántos van a practicarle vudú electoral, para intentar resucitarlo. Mientras tanto, revisaré mis recetas para comida de cuaresma porque se acerca la Semana Santa.