Lic. Héctor Ramón Molinar Apodaca.- Hablar de alcoholismo y drogadicción es hablar de una epidemia silenciosa, progresiva y mortal. Una enfermedad incurable que ha evolucionado con los tiempos, pero cuya perversidad permanece intacta. Hoy en día, la mayoría de quienes padecen alcoholismo no lo hacen exclusivamente con bebidas embriagantes. Lo combinan con drogas sintéticas, con pastillas, con enervantes como el cristal, la cocaína o el devastador fentanilo. El resultado es una destrucción personal, familiar y social de proporciones incalculables.
El alcoholismo no es un vicio. No es una conducta voluntaria que se controla con fuerza de voluntad. Es una enfermedad. Así lo ha reconocido desde 1952 la Organización Mundial de la Salud, y así lo describe Alcohólicos Anónimos, cuyos textos señalan que el alcohólico sufre una compulsión física y una obsesión mental. No puede dejar de beber, aun queriendo. Esta enfermedad se manifiesta en la conducta: agresividad, intolerancia, prepotencia, mentira, violencia. Y es ahí donde se revela su perversidad. Porque el enfermo se convierte en alguien que no es. Daña a quienes más ama. Destruye su hogar, su trabajo, su dignidad.
Vivimos en una sociedad en la que se romantiza el consumo. Desde el cine de la época de oro hasta los narco-corridos actuales. Nos vendieron la idea de que el alcohol y la droga son parte del éxito, de la diversión, de la valentía. Pero la realidad es que detrás de cada botella y de cada línea hay niños abandonados, mujeres golpeadas, matrimonios rotos, cárceles llenas y panteones colmados. El alcoholismo es una enfermedad degenerativa que mata lentamente por cirrosis, infartos o accidentes. Pero antes de matar, degrada, humilla, hace que la persona buena se convierta en alguien sin control, capaz de herir y de perderlo todo.
En las cárceles, en los hospitales y en las casas destruidas por la violencia familiar, encontramos siempre el mismo denominador: el abuso del alcohol y las drogas. Y lo peor es que muchas familias lo niegan. Lo ocultan. Lo justifican. “Yo no soy alcohólico”, dicen. “Puedo dejarlo cuando quiera”, se mienten. “Nada más me tomé dos.” Y así, la enfermedad avanza sin freno.
Hoy la cerveza es la droga más consumida y más peligrosa porque es socialmente aceptada. Y cuando se empieza por ahí, fácilmente se cruza la línea hacia las drogas ilegales. En los Estados Unidos, los laboratorios y médicos que lucraron con los opiáceos generaron una crisis de salud pública que mató a millones. En México, pasamos de ser proveedores a convertirnos también en consumidores. En Ciudad Juárez y muchas ciudades fronterizas, el problema se multiplicó por la facilidad de acceso y por la falta de información.
Pero existe una solución. Alcohólicos Anónimos es una comunidad que ha salvado millones de vidas en todo el mundo. No pertenece a ninguna religión, partido ni ideología. Su único requisito es el deseo de dejar de beber. No se paga nada. No se prometen milagros. Se ofrece recuperación a través de un programa probado, que devuelve la sobriedad y la dignidad humana. Es, como lo reconoció el Papa Juan XXIII, el milagro del siglo XX.
También existe Al-Anon, para los familiares de alcohólicos. Porque esta enfermedad no afecta solo al enfermo, sino a todos los que lo rodean. Y en la actualidad, lo más urgente es prevenir. Llevar esta información a las escuelas, a los hogares, a los medios. Es criminal seguir normalizando lo que destruye vidas.
Insistamos entonces: el alcoholismo no es una etapa, no es un pasatiempo, no es social. Es una enfermedad incurable, progresiva y mortal. Es la más perversa porque mata sin matar, porque deja vivos a quienes destruye. Pero también es una enfermedad que, con ayuda, se puede detener. Solo hay que atreverse a pedirla.