Lic. Maclovio Murillo Chávez.- En los tiempos convulsos que vivimos –como también aconteció al discutirse la Constitución promulgada en 1917–, se ha puesto en la palestra nacional la discusión en cuanto a la conveniencia de que los juzgadores de todos los niveles en el país, sean electos por el voto popular directo de los ciudadanos.
Aparentemente, la oferta engañosa de que los juzgadores sean elegidos por el pueblo –en un análisis muy superficial y no exento del tufo de la seducción– podría considerarse muy atractiva si no se analiza correctamente la naturaleza de la función de los juzgadores y si previamente no se revisa si la misma es o no es compatible con los principios democráticos que implican la elección del pueblo, por el pueblo y para el pueblo.
Sin embargo, en un análisis un poco más racional, dejando a un lado la posibilidad de vernos seducidos por el apotegma de que el pueblo es el que manda, nos lleva a la conclusión de que la función de un juzgador es muy distinta a la de un mandatario como es un presidente, un gobernador, un diputado o un senador, los cuales, efectivamente, tienen la misión de representar los intereses del pueblo en el ejercicio de sus funciones.
En el caso de los Juzgadores, su misión no es representar al pueblo en el ejercicio de sus funciones; al contrario, la forma correcta y adecuada de servirlo, exclusivamente es aplicando la constitución, los tratados internacionales de los que México sea parte, las leyes y reglamentos, realizando su interpretación respectiva, para resolver las disputas o conflictos ante ellos planteados.
En esa medida, en el correcto ejercicio de la función jurisdiccional, en muchísimas ocasiones los juzgadores se verán en la necesidad de tomar decisiones impopulares o que inclusive vayan contra el interés del Poder Ejecutivo o del Legislativo, porque lo que pida el pueblo o lo que haya decretado alguno de esos poderes, resulte ilegal, viole la constitución o los tratados internacionales a los que la nación mexicana se ha sujetado.
El principio de seguridad jurídica y la obligación de emitir resoluciones imparciales, autoriza a los juzgadores a resolver sólo aplicando el orden jurídico, aunque su decisión no guste a un segmento importante del pueblo en general o bien vaya en contra de alguno de los órganos del Estado mexicano, pues no podría consultarse cada decisión suya, antes de emitirse. Por el contrario, su deber es respetar y hacer respetar el orden jurídico, aun contra la opinión popular o la de los titulares de otros órganos para que prevalezca el derecho.
Por eso, es totalmente inadecuada la pretensión de contar con jueces electos popularmente, para que emitan resoluciones que satisfagan la opinión del pueblo, pues eso resulta totalmente incompatible con el derecho que tenemos todos los mexicanos para que en el caso de vernos inmersos en algún diferendo o disputa, contemos con jueces competentes e imparciales para que diriman o resuelvan las controversias, pues la imparcialidad implica la posibilidad de que la sentencia que recaiga en cada caso, sea emitida sin prejuicio alguno y sólo como resultado de la correcta aplicación del derecho, aun y cuando la decisión tomada sea impopular o contraria al interés de los otros poderes de la Unión.
Desde hace ya más de un siglo, el Diputado-Constituyente Paulino Machorro, al discutirse la aprobación de la Constitución, en 1917, sobre el tema sostuvo:
“…El sistema de elección popular ha sido una innovación introducida por las democracias más exaltadas, ha venido en aquellos momentos en que se considera que solamente la voluntad popular, en su manifestación prístina, en su expresión primera de voto directo del pueblo, es la única fuente del poder: se ha fundado en principios metafísicos y no en principios prácticos. Cuando los pueblos han tenido oportunidad de hacer un alto en su marcha y considerar lo que han dejado atrás, los malos resultados de sus instituciones, del primer momento, entonces ellos han vuelto siempre a la elección del Poder Judicial en otra forma que no sea la popular.
La elección popular tiene radicalmente por sí, por lo que es su institución, vicios fundamentales. En primer lugar, el magistrado no es igual al diputado o al senador: el magistrado es radicalmente distinto; él no va en el ejercicio de sus funciones a representar a la opinión; no va a representar a nadie; no lleva el criterio del elector, sino que lleva el suyo propio; simplemente se le elige como persona en la cual se cree que se reúnen ciertos requisitos indispensables para llenar una función social; él tiene que obrar en su función precisa, obrar quizá hasta contra la opinión de los electores.
Si un magistrado electo popularmente siente que mañana rugen las multitudes y le piden sentencia en un sentido, el magistrado está en la obligación de desoír a las multitudes y de ir contra la opinión de los que lo eligieron. El diputado no debe ir contra la opinión, es la opinión del pueblo mismo, viene a expresar la opinión del pueblo y el magistrado no, es la voz de su conciencia y la voz de la ley. Por este motivo la esencia misma de la magistratura es muy distinta de la función social que ejerce el representante político…”
Esos mismos argumentos emitidos desde el año 1917, son ahora aplicables en 2024, para desechar la obtusa pero seductora propuesta en cuanto a que los juzgadores sean electos directamente por el pueblo, máxime que en la reforma ya aprobada por la mayoría en la Cámara de Diputados, en realidad, solo tiene el propósito de que el actual régimen se adueñe del Poder Judicial para nombrar personas a modo que le resuelvan como sean sus dictados, eliminando la posibilidad de contarse con jueces realmente imparciales, objetivos e independientes al gobierno en turno, dejándose así indefenso al ciudadano frente al poder político.
Esperemos que la reforma amañada sea rechazada en el Senado de la República.
¡Así, es cuanto!