Daniel Valles.- El asesinato del pastor Mauro Cabañas Arámbula en Ciudad Juárez no solo estremeció a la comunidad cristiana, sino que dejó al descubierto —una vez más— el profundo desdén de las autoridades hacia los centros de rehabilitación y atención a personas con adicciones.
Este crimen, ocurrido en el albergue La Entrada Triunfal, no fue producto del azar: fue consecuencia directa de la indiferencia sistemática de los gobiernos hacia un problema que hace décadas se dejó crecer hasta volverse una plaga social.
Una muerte violenta y absurda
El 7 de noviembre, Cabañas fue brutalmente asesinado por Édeer Issel Ávila Moradel, un hombre de 34 años con antecedentes de trastornos mentales y consumo de drogas. De acuerdo con la investigación judicial, el atacante, desnudo y fuera de control, golpeó al pastor con la tapa de un tinaco hasta provocarle la muerte.
Los policías municipales que acudieron al lugar lograron detenerlo, pero días después, el mismo agresor murió en la Ciudad Judicial mientras esperaba su audiencia. Llegó con golpes severos que, según los reportes, pudieron causarle la muerte.
El pastor que creyó en la redención
Lo irónico —y trágico— es que el pastor había aceptado voluntariamente recibir al agresor en su centro de rehabilitación. Según declaró el secretario de Seguridad Pública, César Omar Muñoz, el hombre había sido rechazado en otro albergue por su violencia e inestabilidad mental, pero Cabañas, movido por su fe y sentido de misericordia, se ofreció a darle seguimiento y cobijo.
En palabras del funcionario: “El pastor, con su buen corazón, nos aceptó ya la persona. Se llevó todo un protocolo para poderlo llevar ahí.” Un protocolo que, como se sabría después, era inexistente o insuficiente.
Centros sin respaldo, vidas sin protección
El albergue La Entrada Triunfal no estaba registrado ante la Comisión Estatal de Atención a las Adicciones (Ceadic). No contaba con aval ni protocolos autorizados para atender casos de salud mental o consumo de sustancias. Como muchos otros centros impulsados por iglesias cristianas, funcionaba con recursos mínimos, apoyos de fieles y sin respaldo técnico del Estado.
A ningún gobierno federal, estatal o municipal, de cualquier tiempo, le han interesado los Centros de Atención o Rehabilitación para Drogadictos. Rara vez hablan de ellos.
Los que han existido en México, en los últimos setenta años, han sido organizados y administrados por iglesias cristianas, evangélicas, en su mayoría. Todos, sin excepción, trabajaron en la mayor precariedad posible y con ayuda de miembros de las iglesias o donativos de sus contrapartes en Estados Unidos.
Cuando se habla de protocolos, ha sido siempre cuando ha sucedido alguna calamidad como la del pastor en mención. Y eso recientemente. Porque antes, nada se sabía.
La ceguera institucional
Lo ocurrido muestra otra falla más profunda: la falta de criterio y sensibilidad de las autoridades. El hecho de que no se cuente con un lugar adecuado para tratar este tipo de casos al ser detectados por la autoridad, así como la falta de experiencia y criterio, le impide a la fuerza pública identificar, no sólo un caso de una persona drogada peligrosa, sino uno tan evidente y peligroso, con un posible trastorno neurológico por parte del detenido.
Estado que de seguro no será mencionado en los reportes oficiales como sí lo fue en las notas periodísticas. De haber tenido estos servicios de diagnóstico, se tendría la certeza de que el pastor Cabañas estaría con su familia.
Un mártir moderno
El cuerpo del pastor fue velado en el templo que él mismo fundó. Los congregantes lo recordaron como un hombre noble, dedicado a servir a los más olvidados, y no pocos lo llamaron ‘mártir del evangelio’. Murió haciendo lo que muchos evaden: abrirle la puerta al que todos cierran.
Su sangre revela la grieta de un sistema que no sabe distinguir entre un delincuente y un enfermo. Y mientras los discursos oficiales se llenan de condolencias y promesas, los albergues siguen sin registro, los enfermos sin diagnóstico y los pastores, solos, enfrentando una violencia que no provocaron, pero que intentaron redimir.
Conclusión
El caso del pastor Mauro Cabañas no es una anécdota trágica: es un retrato social. Un país que deja morir a sus redentores, abandona a sus enfermos y castiga a quienes todavía creen en la posibilidad del cambio. México no necesita más condolencias. Necesita centros dignos, protocolos reales y gobiernos que entiendan que la fe sin respaldo institucional no basta.

