Carlos Villalobos.- En México tenemos un problema serio con la memoria, porque esta pareciera que no es nuestra. Lo que debería ser un patrimonio colectivo, hoy está guardado bajo llave en bóvedas privadas, administrado como si se tratara de un negocio más, cuando en realidad son fragmentos de nuestra historia común. Este problema no es nuevo, pero cada tanto la realidad nos pone frente a un espejo que nos obliga a verlo con mayor claridad y justo esta semana me topé con dos ejemplos que me lo confirmaron.
El primero fue a través de Twitter, donde me encontré con una columna de Nicolás Ruiz Berruecos, en donde narra cómo, a partir de reinterpretar el archivo de Televisa, lograron colar un cortometraje al Festival de Cannes. Se trataba de Arkhé, un ensayo audiovisual hecho con material del terremoto de 1985 que la televisora guardaba como si fuera un tesoro privado (y olvidado).
El proyecto fue seleccionado en la Semana de la Crítica, pero la celebración duró poco ya que cuando la repercusión caló, directivos de Televisa los obligaron a borrar sus créditos, les prohibieron asistir al festival y, eventualmente, los despidieron. Esto, aunque lo pareciera, no fue un capricho, solo fue el recordatorio contundente de que la memoria audiovisual de este país, esa que se construyó gracias a concesiones públicas, está secuestrada por privados.
Lo que Nicolás describe no es un hecho aislado, ya que Televisa ha tratado su archivo como un activo financiero y no como lo que en realidad es: una de las filmotecas más completas de la vida cotidiana mexicana. Terremotos, marchas, entrevistas, juegos de fútbol, protestas, funerales, fiestas, al menos setenta años de imágenes que documentan nuestra forma de vivir, de hablar, de llorar y de resistir y, sin embargo, ese archivo no lo podemos tocar. Nos pertenece en espíritu, pero no en la práctica y es que, aunque somos protagonistas de esas imágenes se nos trata como intrusos en nuestra propia historia.
El segundo ejemplo me lo dio la misma televisora con el estreno de la serie “PRI: Crónica del fin”, escrita y dirigida por Denise Maerker. A lo largo de cinco episodios, la serie reconstruye medio siglo de la historia política de México a través de entrevistas y archivos. Justo en el pilar narrativo de la serie está la diferencia, porque cuando la memoria se abre, cuando se ponen a disposición las imágenes y los testimonios, se pueden contar historias que trascienden, que invitan a reflexionar sobre lo que fuimos y sobre lo que podemos ser. La misma lógica que indignó a Televisa con Arkhé, es la que le da fuerza a esta serie documental.
Cuando la memoria se libera, las narrativas se expanden y podemos poner en perspectiva nuestra realidad.
La pregunta entonces es: ¿de quién es la memoria? ¿De las empresas que la acumularon gracias a concesiones públicas, o de los ciudadanos que la protagonizaron y de las generaciones que tienen derecho a reinterpretarla? El archivo audiovisual de México no debería estar recluso en una bóveda corporativa, en algún servidor, ni ser vendido al mejor postor. Tendría que ser parte de un acervo público, abierto, que permita que artistas, historiadores, periodistas o simples curiosos lo revisiten, lo cuestionen, lo reimaginen.
La memoria colectiva no debe ser un lujo debido a que tendría que ser un derecho. Es la base sobre la cual podemos reconocernos y, sobre todo, aprender de lo que hemos sido, de lo contrario, estaremos condenados a una amnesia selectiva administrada por unos cuantos. Televisa podrá seguir cobrando por minuto de video, podrá seguir guardando bajo candado lo que documentó durante décadas, pero la verdad es que mientras no liberemos esos archivos, nuestra historia seguirá incompleta.
Las imágenes no valen solo por lo que muestran, sino por lo que permiten recordar y reinterpretar. El pasado no es una mercancía, es un territorio común y si queremos construir futuros distintos, más democráticos y más justos, necesitamos primero reclamar el derecho a mirar, sin filtros corporativos, los fantasmas de nuestro propio recuerdo.
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