Dr. Omar Bazán Flores.- La publicación Brújula Verde, editada por el Instituto Politécnico Nacional, expuso recientemente un concepto que gana terreno en la academia y entre especialistas: la ecoansiedad, un posible trastorno asociado a la crisis ambiental que está despertando debate entre científicos y medios. Muchos investigadores coinciden en que es un nuevo trastorno psicológico que amenaza con instalarse entre las generaciones más jóvenes. La ecoansiedad es, ante todo, un síntoma.
Un síntoma incómodo, sí, pero también revelador, que nos recuerda que la crisis ambiental no sólo destruye ecosistemas, sino que hiere directamente nuestra salud emocional, nuestros proyectos de vida y nuestra capacidad de imaginar un futuro habitable.
El artículo desmenuza que hablar de ecoansiedad no es exagerar ni patologizar la preocupación ambiental, sino reconocer que vivimos en un mundo donde la amenaza ecológica se ha vuelto cotidiana.
Tenemos un coctel perfecto: incendios forestales que duran semanas, ríos que se secan, sequías que ya no son excepcionales sino estaciones completas y ciudades enteras cubiertas por una nube de smog. Y remata: la definición de ecoansiedad como “temor crónico a un cataclismo ambiental” se queda corta; no se trata de un miedo irracional, sino de la reacción lógica de un organismo que percibe un peligro real y persistente. ¿No sería más extraño, incluso preocupante, que nada de esto nos afectara?
Las investigaciones recientes confirman lo que muchos han experimentado: la exposición constante a información sobre crisis ecológicas aumenta la ansiedad, el insomnio y la sensación de vulnerabilidad. Y sí, esta afectación es más intensa en ciertos grupos. Los adolescentes, los mismos que heredarán el clima más inestable de la historia, reportan niveles de ecoansiedad que alcanzan el 56% en algunos estudios.
Las mujeres, las personas con mayor conciencia ambiental y quienes viven en zonas vulnerables, también figuran entre los más afectados. América Latina, con su desigualdad estructural y su exposición directa a fenómenos extremos, es un terreno fértil para que esta forma de angustia se profundice.
Sin embargo, paradójicamente, contamos con muy poca investigación que dé cuenta de cómo se vive aquí este malestar. Otra muestra más de la desigualdad que atraviesa esta crisis, se deja entrever a lo largo del artículo Se hace énfasis en que, derivado de su creciente presencia, la ecoansiedad no debe ser reducida al terreno de la enfermedad individual.
Hacerlo sería cometer el mismo error que nos llevó a esta emergencia: asumir que los problemas ambientales son temas técnicos, aislados, que deben resolverse desde la ciencia o la política, pero no desde las emociones, la cultura y la vida cotidiana.
Partiendo de la premisa de que la ecoansiedad no es una falla del individuo, sino global. Aunque nos incomode reconocerlo, la ansiedad puede ser un motor. La evidencia lo confirma: quienes sienten ecoansiedad moderada tienden a adoptar más conductas proambientales, cuestionan sus hábitos, exigen políticas más firmes y se involucran más activamente en la protección del entorno.
El problema no es sentir miedo, sino no saber qué hacer con él. Por eso, el desafío hoy no consiste en “curar” la ecoansiedad, sino en transformarla. En lugar de silenciarla, debemos aprender a escucharla y poner manos a la obra a nivel personal para hacer nuestra parte en el cuidado ambiental.

