Dr. Fernando A. Herrera M.- Hubo un gobernador que fue una persona que despertó simpatías alguna vez, pero desde que extravió la brújula del entendimiento no ha vuelto a despertar un solo sentimiento de agrado en nadie; incluso, se odia a sí mismo.
Ha dejado de aceptar quién es y lo que hace, aunque es incapaz de reprimir los bajos instintos que lo impulsan a dañar a toda persona que la vida y sus acciones las hayan hecho felices.
En él siempre surge la pregunta: ¿Porque él y no yo? Yo soy más guapo, más inteligente y mis dotes histriónicos insuperables; debo ser yo el feliz, el agraciado y que reciba todas las bendiciones.
Y para ello pone manos a la obra para que su lengua viperina destruya todo aquello que tenga olor a honesto y a triunfo por esfuerzo.
Piensa que la vida le debe, porque es quien más ha sufrido y merece todo.
– ¡Pobre de mí! Soy un milagro de Dios. Tengo que ser el centro del universo.
Los castillos de naipes se derrumban y poco a poco ha ido quedando en evidencia.
En Chihuahua ya nadie lo soporta. Ni de visita siquiera. Pronto en la Ciudad de México pasará lo mismo; solo se necesita tiempo, pues todo lo que toca termina destruido, aunque quiera aparecer como la eterna víctima.
Es imposible estar bien con alguien así. De hecho, ni él consigo mismo puede lograrlo.
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