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Fe, política y paz: cuando la marcha se convierte en espejo

Lic. Héctor Ramón Molinar Apodaca (Facilitador Privado Número 24).- Las marchas y movilizaciones que hemos visto recientemente en México volvieron a abrir un debate que, en lugar de unirnos en torno a las preocupaciones legítimas por la seguridad, parece dividirnos aún más. Lo más delicado de este fenómeno no es la crítica política —que es válida y necesaria— sino la tendencia creciente a usar el nombre de Dios y de Cristo como arma de confrontación.

Como católico, ciudadano y facilitador de conflictos, me preocupa que en las redes sociales se pretenda fijar una posición religiosa única para juzgar a quienes piensan distinto. Se afirma, con ligereza, que “la verdad está de un lado”, que “solo hay un camino” y que quienes no comparten cierta lectura política están “equivocados ante Dios”. Eso no es cristianismo: es instrumentalización de la fe.

Cristo nunca autorizó el uso de su nombre para descalificar al hermano. La enseñanza es clara: “Conoceréis la verdad y la verdad os hará libres” (Jn 8,32). Libres, no agresivos; libres, no enemigos; libres, no prisioneros de la polarización.

Es cierto que Jesús dijo que su Evangelio traería “espada” (Mt 10,34), pero la Iglesia ha explicado desde siempre que esa espada no es violencia entre personas, sino la división interior que provoca la conversión: la tensión entre luz y sombras, entre verdad y pecado. Quien utiliza ese versículo para justificar confrontaciones políticas cae en un error de interpretación que termina contradiciendo la esencia del Evangelio, donde Jesús se define como manso y humilde de corazón (Mt 11,29) y proclama bienaventurados a los que trabajan por la paz (Mt 5,9).

Ahora bien, la discusión pública sobre seguridad merece seriedad. La violencia que vivimos hoy no surgió de la noche a la mañana ni comenzó en un solo sexenio. México arrastra factores profundos:

– La fragmentación criminal iniciada desde la “guerra” del 2006.

– La existencia de células que reclutan a niños y adolescentes.

– La disponibilidad masiva de armas.

– La impunidad que se acumuló por décadas en las corporaciones.

– La pobreza y la exclusión que alimentan mercados criminales.

Negar estos elementos o atribuir todo a un solo gobierno es construir un diagnóstico incompleto. Y un diagnóstico incompleto nunca genera soluciones verdaderas. Claro que las administraciones actuales tienen responsabilidad y deben mejorar, pero también es cierto que las causas no desaparecen con un cambio de presidente, ni con un cambio de partido, ni con un discurso de mano dura.

Como ciudadanos debemos exigir resultados, sí; pero también debemos entender la raíz del problema para no repetir los errores. Endurecer discursos, insultar en redes o desear la derrota del rival no nos acerca a la paz. Tampoco nos acerca a Dios.

El mensaje cristiano para la vida pública es otro:

– Construir puentes, no muros.

– Buscar diálogo, no trincheras.

– Exigir justicia, sí, pero sin odio.

– Ser críticos, sin destruir la dignidad del otro.

– Hablar con firmeza, pero desde la serenidad.

No se puede hablar de fe y al mismo tiempo utilizar expresiones ofensivas que hieren la convivencia. No se puede invocar a Cristo para defender posiciones políticas como si Él fuera militante de uno u otro bando. No se puede pretender “defender la verdad” y, al mismo tiempo, olvidar que el mandamiento principal es el amor.

Las marchas, con todas sus expresiones legítimas, deberían invitarnos a reflexionar en conjunto, no a descalificarnos mutuamente. Hoy México necesita menos ruido y más escucha; menos pretextos religiosos y más responsabilidad ciudadana; menos pleitos y más paz.

Yo elijo opinar desde ahí: desde la serenidad, desde el respeto y desde la convicción de que un cristiano debe contribuir a la reconciliación, no al encono.

La fe auténtica nunca polariza: ilumina, orienta y humaniza.

Ese es el camino que quiero seguir.

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