Carlos Villalobos.- Hace poco, revisando mis archivos personales, encontré en mi estantería digital “La viralidad del mal: quién ha roto internet, a quién beneficia y cómo vamos a arreglarlo” de Proyecto UNA (Descontrol Editorial). Apareció como suelen aparecer las cosas que uno termina necesitando leer, desde las primeras páginas me golpeó una idea que suena exagerada, pero que ya tiene un par de años que me ha rondado y es que el internet está roto. Esto no refiere a que deje de funcionar, porque funciona demasiado bien para quienes lo controlan.
El libro parte de una idea que hemos tocado desde este espacio en varias ocasiones, pero de cara a la coyuntura a la que nos enfrentamos en México, vale la pena recordar que las violencias del entorno digital no nacieron en la red, sino que son la amplificación de las que ya habitaban el sistema capitalista. El mal en internet apunta al “robo de la elección”, la conversión de personas en cosas y cuando miramos con atención plataformas, sus algoritmos, sus cadenas infinitas de scroll, vemos la cooptación de nuestra atención.
Todo esto da pie a entender que vivimos en un régimen de tecnofeudalismo, en donde las Big Tech (empresas tecnológicas multimillonarias que pueden generar el producto interno bruto de países enteros) extraen dinero, atención, emociones, identidad. Hoy ya no es suficiente con vendernos un producto, hoy es necesario poseer la forma en que lo deseamos. Si en la Edad Media el siervo trabajaba la tierra del señor feudal, hoy se siembran datos y cosechamos likes, sin contrato, sin salario, sin descanso.
Hoy estamos de frente a un panorama en línea que, desde su génesis, planteaba la posibilidad de ser un espacio de intercambio, hoy se ha convertido en un mercado de la atención, en donde se nos vende la ilusión de estar compartiendo y debatiendo ideas, pero en realidad solo alimentamos la máquina de engagement. Cohabitamos un entorno en donde el discurso polarizante sí o sí gana terreno, porque del conflicto depende el negocio.
Quizá lo más potente, y más triste, sea la advertencia de que estamos perdiendo el “espacio-entre”, ese lugar simbólico donde el encuentro era posible, donde la diferencia no era amenaza sino diálogo. Hoy ese espacio se achica, mientras crecen los extremos y se diluye la frontera entre lo verdadero y lo fabricado. Poco a poco, “ver para creer” deja de tener sentido, ya no basta mirar, porque todo puede ser forzado, filtrado o generado artificialmente.
A pesar de todo, hay una luz esperanzadora y “La viralidad del mal” y Proyecto UNA, no llama a desconectarse, llama a reapropiarse del espacio común, justo como se hace en el espacio físico, poblando los márgenes, creando refugios digitales más habitables, como gesto de supervivencia política y emocional.
Al terminar el libro, me quedo con la sensación de que el futuro no será necesariamente peor, pero sí más difícil de distinguir. Hoy la batalla ya no es por el acceso, más bien por el siempre mencionado sentido común. Frente a todo lo planteado, el primer acto de resistencia es dudar de todo a lo que nos enfrentamos y organizarnos.
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