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Diplomacia y diálogo: el camino para prevenir el desastre

Aída María Holguín Baeza.- Hace unos días, el secretario general de la ONU, António Guterres, emitió un mensaje que debería sacudir la conciencia colectiva global.

En él, Guterres expresó su profunda preocupación por la acción militar de Estados Unidos contra Irán, calificándola como una escalada peligrosa en una región ya al borde del abismo y como una amenaza directa para la paz mundial. Además, advirtió sobre el creciente riesgo de una intensificación del conflicto con consecuencias devastadoras para los civiles y la seguridad global. En este contexto, hizo un llamado urgente a los Estados a rebajar las tensiones y respetar el derecho internacional, subrayando que solo la vía diplomática puede evitar el caos y conducir hacia una solución sostenible, porque la paz es la única esperanza.

Este mensaje, más que una advertencia técnica, debe entenderse como un clamor humanista. Un llamado que cobra aún más sentido cuando lo vinculamos con otro mensaje que, aunque expresado en distinto tono y contexto, apunta en la misma dirección: el diálogo como vía insustituible para la convivencia humana.

En esa misma línea, hace dos semanas, con motivo del Día Internacional para el Diálogo entre Civilizaciones, la reflexión que nos ocupó giró en torno a esta iniciativa de la ONU, que promueve el entendimiento y la paz como antídotos frente a la lógica destructiva de la guerra.

Y sí, aunque la iniciativa pueda parecer simbólica ante la crudeza del conflicto, hoy esa apuesta por el diálogo adquiere una urgencia casi desesperada. Y es que, en un mundo donde el uso de la fuerza –política y militar– sigue siendo la primera opción, la guerra refleja nuestro fracaso colectivo en hacer del diálogo la primera respuesta.

Entonces, en un contexto global donde el diálogo retrocede y la violencia avanza, el ataque de Estados Unidos contra Irán –y la respuesta que puede provocar en la región– no puede verse como un hecho aislado. Es parte de un preocupante resurgimiento de la guerra como forma de resolver conflictos, en un escenario marcado por la desinformación, los nacionalismos extremos y el desprecio al multilateralismo. Pero lo más alarmante no es solo el uso de la fuerza, sino el mensaje que deja: que es posible imponer sin dialogar, lo que nos obliga a preguntarnos qué futuro estamos construyendo.

El caso es que, ante este panorama, urge replantear cómo los Estados y las sociedades abordan los conflictos. La paz requiere más que gestos diplomáticos puntuales: necesita un compromiso sostenido con la prevención, el entendimiento y la cooperación. Hay ejemplos que lo demuestran –desde procesos de reconciliación hasta iniciativas interculturales– y todos coinciden en que el diálogo no es ingenuo, sino necesario y eficaz.

Como recordó António Guterres, “no existe una solución militar”. La guerra no aporta estabilidad; revela la incapacidad del sistema internacional para resolver sus diferencias pacíficamente. Por eso, no basta con condenar la violencia; hay que cambiar las estructuras que la permiten, educar para la paz y entender la diversidad como una fortaleza común.

Queda claro, pues, que la humanidad se encuentra en una encrucijada: reafirmar el valor del diálogo como única salida civilizatoria o perpetuar un ciclo de violencia estéril. Optar por la guerra siempre implica pérdida de vidas, de confianza y de humanidad.

Por eso, en un momento tan crítico, es vital evitar una espiral de caos, no desde la resignación, sino con la convicción de que la paz es posible. Pero lograrla exige algo más difícil que lanzar un misil: la voluntad real de escuchar.

A modo de lección civilizatoria, finalizo citando lo dicho por el papa León XIV: Quien siembra la paz pasará a la historia, no quien cosecha víctimas; porque los demás no son enemigos, sino seres humanos; no personas malas a las que odiar, sino personas con las que dialogar.

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