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Aprender, desaprender y aprender a desaprender lo aprendido

Soc. Omar Jesús Gómez Graterol.- Los seres humanos poseemos riquezas tangibles e intangibles y dentro de éstas la ilustración es uno de los recursos no materiales más valiosos. Esta mientras más se aproxime a la realidad nos proporcionará importantes ventajas para interactuar con ella, además de incrementar la propia certeza en torno de lo que se considera veracidad o mentira. En consecuencia, y siempre que se ponga en práctica, aumenta la capacidad de hacer cosas e influir sobre personas y eventos.  

Demuestra una máxima que: EL CONOCIMIENTO ES PODER. Por lo tanto, este bien no solo tiene repercusiones hacia lo externo de nosotros, sino también hacia lo interno, de suerte que el saber también nos va modelando como individuos pues, por lo general, respondemos a lo que acontece en la vida recurriendo a la erudición de la cual gozamos.

Sin embargo, hay periodos existenciales que nos obligan a cuestionarnos lo que sabemos. En el transitar de la infancia a la adolescencia y de esta a la adultez, las percepciones objetivas y subjetivas se van modificando, lo que puede suscitar que lo que ayer era una afirmación se convierta hoy en una fantasía o falsedad. Por otro lado, lo estudios y/o experiencias adquiridas desafían nuestras certidumbres y/o convicciones, haciéndonos observar que hay más de lo que captamos, conocemos o pensamos.

Ante dichas circunstancias dos comportamientos básicamente nos gobiernan. El primero es aferrarnos a lo que creemos, aunque la evidencia nos indique lo contrario; o, el segundo, remplazar nuestros conceptos por nuevos contenidos. Lo cierto es que ambos casos terminan siendo complejos ya que llevan implícito una carga valorativa y emocional. Por ello, deslastrarse de lo asimilado de modo intelectual y vivencial habitualmente no es sencillo, pero es un acto esencial si queremos apostar al crecimiento personal.

La perspectiva de que hemos vivido equivocados (o engañados) genera en mayor o menor medida un grado de ansiedad puesto que de allí podría derivar lo bueno o malo que hayamos aplicado con otros, o con nosotros mismos, y esto muchas veces involucra hasta la autoestima. Ciertamente, provoca gran incomodidad el pensar o tener la sensación de que perdimos el tiempo formándonos en algo que resultó falso.  

Pero, deberíamos contemplar que estar errados, en parte o en la totalidad de nuestra instrucción, es una posibilidad y esto no necesariamente nos hace sujetos descuidados o poco inteligentes. La acción misma de reconocer que lo que habíamos concebido era incorrecto ya es un ejercicio de lucidez que hablaría muy bien de la facultad de lógica, razonamiento y de aportar soluciones a los problemas que nos desafíen. Pensemos que aun de la equivocación es posible extraer enseñanzas y por ello es preciso que desarrollemos la habilidad para sacar lo positivo de lo negativo.

Es conveniente comprender que realmente son muy pocas las verdades de las cuales disponemos para dar por sentadas de manera inmutable o eternamente. Esto se ha confirmado con algunas teorías científicas del pasado que en el presente suelen resultarnos cómicas, absurdas o siquiera impensables, pero en su época y contexto fueron serias y trascendentes. De hecho, ilustres matemáticos contemporáneos, basándose en trabajos pretéritos y actuales, comienzan a impugnar la probabilidad de las matemáticas para invariablemente darnos respuestas a todo (encuentran que hay fallas y límites para comprobar un significativo número de hipótesis o planteamientos). Por ello, aún en las ciencias debemos ser cuidadosos y aceptar márgenes de error.

De acuerdo a lo expuesto, el cambio, que es lo más constante que podemos señalar en nuestro crecer y existir (fuera de ciertas verdades dogmáticas que se condensan en los ámbitos espirituales o religiosos). Por ello, disfrutemos y apasionémonos por el aprendizaje, pero conscientes de que necesitamos aprender a aprender, aprender a desaprender y desaprender lo aprendido cuando esto último sea inevitable.

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