“¡Y bien! para que sepáis que tiene poder el Hijo del hombre, sobre la tierra, de perdonar pecados -dijo, entonces, al paralítico-: Levántate, cárgate la camilla y vete a tu casa”. (Mt 9, 6)
Antonio Fernández.- Desde su nacimiento hasta su muerte en la cruz, cada palabra de Jesucristo Nuestro Señor, Nuestro Salvador requiere del hijo por Él creado la definición a su lealtad, legislación y justicia, como de Él será su misericordia, bondad, dulzura y generosidad, así como demás atributos divinos.
Siendo para el cristiano católico la determinación que pide el Señor: “Quien no está conmigo, está contra Mí.” ¿Qué entendemos? ¡Definirse! ¡Soy o no soy! Bien conocemos los actos de nuestra existencia, cuando la persona se dispone al acto malo, una voz invita y exige detenerse.
Es la misericordia divina que pide la comprensión de lo que se va hacer. ¡No hacerlo!, pero la cerrazón de los sentidos y de los valores quedan encerrados porque titubea, vacila y duda, no porque en ese momento tema, sino que cierra todo para pecar satisfactoriamente.
Es como cuando se atrapa al ladrón cometiendo el delito, asustado, por muy cínico que se comporte, no sabe qué hacer ni qué decir porque se sabe culpable, porque en ese momento está contra Dios que enseña: “No tomarás los bienes ajenos.”
¡Es cierto que eso entendemos! Pero el Señor a pesar de tanto delito, mentiras y engaños perversos va a más allá, habla al corazón agitado: “¡Recapacita hijo mío! Nada te cuesta estar conmigo y no contra Mí. Paciente espero el momento que en verdad quieras volver al redil, tus pasos te conducirán a donde te espero y gozarás en tu corazón mi deseo”.
Pide el Señor arrepentimiento sincero, limpio y generoso, pero como esto no solo es decirlo sino llevarlo a la práctica, será venciendo al mal que consiste en la negación de no cambiar y permanecer en el mal privándose del bien que se puede hacer.
La realidad en muchos es no aceptar que los males del cuerpo nacen de los males del alma y los bienes del cuerpo surgen de los bienes del alma. Una persona tiene un problema en su cuerpo y la ciencia médica actúa para atacar el mal, que puede ser mediatizado por los medicamentos para aliviar el problema.
El médico analiza al enfermo a fondo su enfermedad, hace diagnósticos y exámenes que buscan dar con el origen del malestar en el cuerpo del paciente, busca una dato que lo oriente sobre cómo vino el mal en el cuerpo, y cuando tiene conocimiento de ello procede a medicamentar.
Al deducir que el problema viene a consecuencia de un pecado, no se cree y se dice: “¿A poco es por eso? ¡No es cierto!” La realidad del origen de la enfermedad en el cuerpo la conoce el enfermo, pero no lo dice por pena, temor o miedo.
Entonces se cierra, desmoraliza y desatiende volviendo a los malos hábitos que agravan su vida, solo la gracia puede conducirlo al confesionario tribunal de Dios e ir al Sacerdote para confesar el origen de su problema.
Si arrepentido pide perdón, comprenderá que queda en las manos de Dios el resultado de lo que el Señor disponga y de parte del enfermo del cuerpo su alma aceptarlo.
El hombre no puede ver, puede deducir un acierto determinado, pero Dios lo ve todo, ve en lo profundo del corazón las asperezas que detienen el impulso del arrepentimiento.
Todo lo expuesto al inicio como esta consideración tiene una razón, que Dios Nuestro Señor es magnánimo, noble y misericordioso con el pecador que somos todos los seres humanos ya que nadie puede decir: “No he pecado”.
Por eso, lo saludable para el alma y el cuerpo es ir ante Dios Nuestro Señor a reconocerse ser un miserable pecador, porque en la condición de pecador es obligado aceptarlo para ser perdonado, para la Conversión se tiene presente que el pecado paraliza el camino hacia Dios.
Pregunta de reflexión: “Está bien, ¿pero en qué basas tu dicho?” Si de dicho se trata éste puede ser causa de duda, la vida de Jesucristo Nuestro Señor es obra redentora inspirada por Dios por intermedio del Espíritu Santo en los Santos Evangelios en los que está la enseñanza que pide seguir y cumplir.
Reza Juan Evangelista el momento que Jesucristo Nuestro Señor apareció a los Apóstoles: “Dijo: Recibid el Espíritu Santo: a quienes perdonaréis los pecados, les quedan perdonados; y a quienes se los retuviereis, quedan retenidos.”
Ha instituido Nuestro Señor el sacramento de la Penitencia, donde queda obligado con toda claridad el cristiano católico a manifestar con verdad sus pecados al Sacerdote, él escuchará al penitente, de otro modo no sería posible el perdón o retener los pecados.
En los crímenes, el abogado defensor busca pruebas para liberar a su cliente, el fiscal busca pruebas que demuestren el crimen del reo y un juez dictaminará la sentencia.
En los asuntos del cielo, es diferente, es la palabra del penitente la que escucha el Sacerdote, ahondará algún dato para una buena confesión, ayudará a encontrar más asperezas al penitente, después dará la absolución o retendrá bajo sentencia, no debiendo olvidar el penitente que Dios Nuestro Señor ve si dijo verdad o mintió.
El problema es grave para el arrepentido sino hubo arrepentimiento, nada de lo que “confesó” es válido porque quiso engañar. Lo curioso es: ¿A quién quiso engañar? A él mismo.
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